Algunas reflexiones sobre lo que hemos aportado, siguiendo a Diodoro, no estarán fuera de propósito. Los soberbios monumentos que el tiempo había destruido o que subsistían todavía cuando este autor fue a Egipto, los inmensos gastos con los que los habían levantado, el uso de escoger a los reyes entre el número de los sacerdotes y tantas otras cosas que se presentan al espíritu, son pruebas convincentes de la ciencia químico hermética de los egipcios. Diodoro habla como historiador y no puede ser sospechoso en cuanto a este arte sacerdotal, a esta química que ignoraba y que según parece había estado en vigor en aquel país. Él no sospechó que se podía tener otro oro además del de las minas.
Lo que dice[1] de la manera de sacarlo de las tierras fronterizas de Arabia y de Etiopía, el inmenso trabajo que fue requerido para esto, el gran número de personas que fueron ocupadas en ello, da a entender que no creyera que se sacó de otro lugar. Tampoco había sido iniciado en los misterios de este país y así mismo no parece que hubiera tenido ni una lección particular con los sacerdotes. Sólo aporta lo que había visto o tomado de los que, como él, no supusieron nada de lo misterioso, sin embargo algunas veces confiesa que todo lo que relata tiene un aire de fábula pero no tuvo en cuenta intentar penetrar en su oscuridad. Dice que los sacerdotes conservaron inviolablemente un secreto que se confiaban sucesivamente. Pero estaba entre el número de los que pensaban ver claro donde no veían nada y que se imaginaban que este secreto no tenía otro objeto que la tumba de Osiris y puede ser esto lo que se entendía por las ceremonias del culto a este dios, de Vulcano y de los otros. Si hubiera puesto atención al culto particular que se rendía a Osiris, Isis, Horus, que sólo pasaban por hombres, el de Vulcano del que todos los reyes se empeñaron en embellecer su templo en Menfis, las ceremonias particulares que se observaban en este culto, que los reyes eran llamados sacerdotes de Vulcano, mientras que para las otras naciones Vulcano era considerado como un dios miserable caído del cielo a causa de su fea figura y condenado a trabajar para ellos.
Si Diodoro hubiera reflexionado sobre la atención que tenían los reyes de Egipto, antes de Psamético, en impedir la entrada en su país a las otras naciones, hubiera visto sin esfuerzo que no lo hacían sin razón. La locura de los egipcios al negar el comercio con los extranjeros, que hubiera podido aportar a Egipto abundantes riquezas, que llevaban a los otros países, hubiera tenido que sobrecogerle. Diodoro conviene sin embargo con todos los autores, que los egipcios eran los más sabios de todos los pueblos y esta idea no puede convenir a estas puerilidades introducidas en su culto, a menos que se suponga que encerraban sublimes misterios conforme a la idea que se tenía de su alta sabiduría. Puesto que el comercio no llevaba a Egipto ni el oro ni la plata, sin duda tenían otra fuente para encontrar estos metales para ellos, pero suponiendo con Diodoro que se sacara, al menos el oro, de una tierra negra y un mármol blanco, ¿se puede pensar cómo se abastecieron tanto de ellos, como para sufragar los excesivos gastos que los reyes necesitaron para la construcción de estas maravillas del mundo? ¿Podían estos metales volverse tan comunes como para que el pueblo tuviera esta abundancia, de la que hace mención la Escritura, respecto de la salida de Egipto de los hebreos? Si estas minas hubieran sido tan ricas ¿fue preciso tanto trabajo para explotarlas? Yo estaría tentado en creer que Diodoro habla de estas minas sólo de oídas.
Esta tierra negra y este mármol blanco de donde se sacaba el oro, me dan el aire de no ser otros que la tierra negra y el mármol blanco de los filósofos herméticos, es decir, el color negro del cual Hermes y los que había instruido, sabían sacar el oro filosófico. Este era el secreto del arte sacerdotal, el arte de los sacerdotes de donde sacaban a los reyes, también Diodoro dice que la invención de los metales era muy antigua en los egipcios y que lo habían aprendido de los primeros reyes del país. Que los metalúrgicos de nuestros días sigan en el trabajo de las minas, método que Diodoro detalla tan bien y que nos dice seguidamente que habrían logrado con su trabajo. Kircher sentía bien su insuficiencia y la imposibilidad de la cosa, cuando para probar que la filosofía hermética o el arte de hacer oro no era conocido por los egipcios, aporta el testimonio de Diodoro como prueba de que estos pueblos lo sacaban de las minas y se ve obligado a recurrir a un secreto que tenían para sacar este metal de toda clase de materias. Este secreto supone, pues, que el oro se encuentra en todos los mixtos. Los filósofos herméticos dicen que es verdad que está allí en potencia, es por lo que su materia, según ellos, se encuentra por todo y en todo, pero Kircher no lo entendía en este sentido diciendo: allí el secreto de extraer en realidad el oro de todos los mixtos es una suposición sin fundamento.
La ciencia hermética, el arte sacerdotal, era la fuente de todas las riquezas de los reyes de Egipto y el objeto de estos misterios tan ocultos bajo el velo de su pretendida religión. ¿Qué otro motivo podría llevarles a explicarse solamente mediante jeroglíficos? ¿Una cosa tan esencial como la religión requiere ser enseñada mediante figuras inteligibles sólo para los sacerdotes? El fondo de la religión o más bien el objeto hecho de los misterios, no tiene nada de sorprendente, todo el mundo sabe que el espíritu humano está muy limitado para concebir claramente todo lo que considera a Dios y sus atributos, pero está lejos de querer volverlos todavía más incomprensibles presentándolos bajo las tinieblas casi impenetrables de los jeroglíficos. Hermes y los sacerdotes que se proponían dar al pueblo el conocimiento de Dios, habrían puesto medios más a su alcance, lo que no se acordaría de ninguna manera y hubiera sido contradictorio con este secreto que les había sido recomendado y que guardaban tan inviolablemente. Esto hubiera sido poner medios para no lograr sus deseos.
Sé que de algunas fábulas egipcias se podría formar un modelo de moral, pero las otras no convienen en nada. Parece pues, que tenían otro objeto que el de la religión. Se ha inventado una infinidad de sistemas para explicar los jeroglíficos y las fábulas; el señor Peluche[2] siguiendo las ideas de algunos ha pretendido que no tenían otros significados que las estaciones y que sólo eran instrucciones que se daba al pueblo para la agricultura. Pero ¿qué conexión puede haber en ello con todos estos soberbios monumentos, estas inmensas riquezas de las que hemos hablado, estas pirámides donde los autores nos aseguran que los antiguos filósofos griegos tomaron su filosofía? Estos sabios veían, pues, lo que los inventores de estos jeroglíficos no tenían el deseo de exponer, digamos más bien que los fabricantes del sistema del señor Peluche no veían nada.
Un pueblo que hubiera estado ocupado solamente en el cultivo de las tierras y que no ejercieran ningún comercio con las otras naciones ¿habría encontrado estos tesoros que proporcionaban tantos gastos? Cómo adaptaría el señor Peluche este secreto tan recomendado a su sistema? ¿se habría representado el misterio jeroglíficamente para explicarlo después abiertamente a todo el mundo? ¿Se puede a un mismo tiempo ocultar y descubrir una misma cosa? Habría sido un secreto irrisorio. No es verosímil que se hubiera hecho no solamente un misterio de los que todo el mundo sabía sino que fuese prohibido bajo pena de muerte el divulgarlo. Veamos algunos de estos jeroglíficos y por las explicaciones que daremos, sacados de la filosofía hermética, habrá ocasión de convencerse de la ilusión de Peluche y de tantos otros.
[1] . Diodoro de Sicilia, Rer. Antiq. lib. 3, cap.2.
[2] . Peluche, Historia del Cielo.
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