La entrada del jardín de los filósofos está guardada por el dragón de las Hespérides, dice Espagnet.[1] Lo que hay de remarcable es que este dragón era hijo de Tifón y Equidna, en consecuencia hermano de aquel que guardaba el Toisón de oro, hermano de aquel que devoró a los compañeros de Cadmo, de aquel que estaba tras los bueyes de Gerión, del Cerbero, de la Esfinge, de Quimera y de tantos otros monstruos de los que hablaremos en su lugar.
Sin embargo todos estos acontecimientos han pasado en países bien diferentes y en tiempos bien alejados unos de otros. ¿Cómo estarían tan de acuerdo los inventores de estas ficciones y habrían figurado precisamente la misma cosa en circunstancias parecidas sin tener el mismo objeto en vistas?
Para saber la naturaleza de estos monstruos es preciso conocer la de su padre común. Considerando a Tifón como un príncipe de Egipto, no era posible que se le pudiera observar como padre de estos monstruos, por más explicación que se quisiera imaginar. Se han visto, pues, obligados a confesar que todo esto sólo eran ficciones.
Es suficiente leer la teogonía de Hesíodo para convencerse de ello. La genealogía que hace de Tifón, de Equidna y de sus hijos, no es susceptible de ninguna explicación histórica, por lo menos que fuera un poco verosímil. No es así en el caso de una explicación filósofo-hermética. Se ve en Tifón a un espíritu activo, violento, sulfuroso, ígneo, disolviendo bajo la forma de un viento impetuoso y envenenado de tal manera que lo destruye todo. Se reconoce en Equidna un agua corrompida, mezclada con una tierra negra, hedionda, bajo la descripción de una ninfa de ojos negros. De tales padres no podrían ser engendrados otra cosa que monstruos, y monstruos de la misma naturaleza que ellos, es decir, una Hidra de Lerna, engendrada en un pantano, dragones vomitando fuego, porque son de una naturaleza ígnea como Tifón, finalmente la peste y la destrucción de los lugares que habitaban, para señalar su virtud disolvente, resolutiva y la putrefacción que le sigue. Es de allí que los filósofos herméticos, de acuerdo con los poetas, han sacado sus alegorías.
Es el dragón Babilónico de Flamel,[2] los dos dragones del mismo autor, el uno alado como los de Medea y de Ceres, el otro sin alas, como aquel de Cadmo, del Toisón de oro, de las Hespérides, etc. Es también el dragón de Basilio Valentín,[3] y de tantos otros que sería muy largo mencionar.
Algunos químicos han creído ver estos dragones en las partes arsenicales de los minerales y en consecuencia las han considerado como la materia de la piedra de los filósofos. Filaleteo ha confirmado a muchos en esta idea, por lo que dice respecto a esto en su entrada abierta al palacio cerrado del rey, en el capítulo investigación del magisterio, en el cual parece designar claramente al antimonio; pero Artefio, Sinesio y muchos otros filósofos se contentan con decir que esta materia es un antimonio, porque tiene sus propiedades. Es preciso advertir que el arsénico, los vitriolos, los atramentos, el bórax, los alumbres, el nitro, las sales, los grandes, los medios y los bajos minerales y los metales solitos, dice el Trevisano,[4] no son la materia requerida para el magisterio. En vano, pues, los sopladores atormentan estas materias mediante el fuego y el agua para hacer la obra hermética, no encontrarán más que ceniza, humo, trabajo y miseria: Pues los filósofos que hablan de ello –añade el mismo autor– o han querido engañar o no estaban en el caso cuando han trabajado en ello o a penas lo han descrito bien cuando lo han hecho.
A penas se puede ver una descripción, o más bien un cuadro pintado con los colores más vivos que aquel que Apolonio hace de los dragones de las Hespérides expirando.[5] Ladus –dice– esta serpiente que guardaba aún ayer las manzanas de oro, de las que las ninfas Hespérides tenían tan gran cuidado, este monstruo, traspasado por los disparos de Hércules, está tendido al pie del árbol, la extremidad de su cola se mueve aún, pero el resto de su cuerpo está sin movimiento y sin vida. Las moscas aparecen en tropel sobre su negro cadáver, para chupar la sangre corrompida de sus heridas y la hiel amarga de la hidra de Lerna de la que las flechas estaban teñidas. Las Hespérides desoladas por este triste espectáculo apoyaban sobre sus manos su rostro cubierto de un velo blanco tirando hacia amarillo y lloraban lanzando lamentables gritos. Si la descripción de Apolonio complace, por la belleza del cuadro representado, a aquellos que no están en el caso del objeto de esta alegoría, ¿cómo no habría de satisfacer a un filósofo hermético que ve allí, como en un espejo, lo que pasa en el vaso de su arte durante y tras la putrefacción de la materia?
Este Ladus, serpiente terrestre que guardaba las manzanas de oro y que las ninfas alimentaban, está tendido muerto, atravesado por las flechas. Es como si se dijera: Esta masa terrestre y fija, tan difícil de disolver y que por esta razón guardaba obstinadamente y con cuidado la simiente aurífica o el fruto de oro que ella encerraba, se encuentra hoy disuelta por la acción de las partes volátiles. La extremidad de su cola se mueve aún pero el resto de su cuerpo está sin movimiento y sin vida; las moscas se reúnen en tropel sobre su negro cadáver para chupar la sangre corrompida de sus heridas; es decir, al poco de que la disolución sea perfecta, la putrefacción y el color negro ya aparecen, las partes volátiles circulan en gran número y volatilizan con ellas las partes fijas disueltas. Las ninfas desoladas lloran y se lamentan con la cabeza cubierta con un velo blanco amarillento. La disolución en el agua se produce, estas partes acuosas volatilizadas recaen en gotas como lágrimas y la blancura empieza a manifestarse. El retrato y el poder que Virgilio otorga a la sacerdotisa de las Hespérides nos anuncian precisamente las propiedades del mercurio de los filósofos. Es el que nutre al dragón filosófico, es el que hace retrogradar a los astros, es decir, que disuelve a los metales y los reduce a su primera materia. Es el que hace salir a los muertos de sus tumbas, o que, tras haber hecho caer a los metales en putrefacción, llamada muerte, los resucita haciéndoles pasar del color negro al blanco llamado vida, o volatilizando el fijo, puesto que la fijeza es un estado de muerte en el lenguaje de los filósofos y la volatilidad es un estado de vida, encontraremos una infinidad de ejemplos del uno y del otro en esta obra.
Pero sigamos esta fábula en todas estas circunstancias. Hércules va a consultar a las ninfas de Júpiter y de Temis, que tenían su morada en un antro en la orilla del río Eridan, conocido hoy bajo el nombre de Po en Italia. Ε”ρις ίδ, quiere decir disputa, debate. Al comienzo de la obra las partes acuosas mercuriales excitan una fermentación, en consecuencia un debate, he aquí las ninfas del río Eridan. Estas ninfas eran en número de cuatro, a causa de los cuatro elementos, de los que los filósofos dicen que su materia es como el resumen quintaesenciado por la naturaleza, según sus pesos, sus medidas y sus proporciones, que el artista o Hércules debe tomar como modelos. Es por lo que son llamadas ninfas de Júpiter y de Temis. Ahora bien, como un artista debe consultar la naturaleza,[6] e imitar sus operaciones para tener éxito en las del arte hermético, todos los filósofos convienen en ello y aseguran así mismo que se trabajaría en vano si no es así. Geber y los otros dicen que todo hombre que ignora la naturaleza y sus procedimientos no llegará jamás al fin que se propone, si Dios o un amigo no se lo revelan todo. Y aunque Basilio Valentín[7] dice: Nuestra materia es vil y abjecta y la obra, que se conduce solamente por el régimen del fuego, es fácil de hacer [...] Tú no tienes necesidad de otras instrucciones para saber gobernar tu fuego y construir tu horno, como aquel que tiene la harina a penas tarda en encontrar un horno y nada le impide cocer el pan. El Cosmopolita nos dice también[8] que cuando los filósofos aseguran que la obra es fácil deberían de añadir, para aquellos que la saben. Y Pontano[9] nos enseña que él ha estado más de doscientas veces trabajando sobre la verdadera materia, porque ignoraba el fuego de los filósofos. El obstáculo es, pues,
1º: encontrar esta materia, y es sobre ésta que Hércules va a consultar a las ninfas, que lo envían a Nereo el más antiguo de los dioses, según Orfeo, hijo de la tierra y del agua, o del Océano y de Tetis; el mismo que predijo a Paris la ruina de Troya y que fue padre de Tetis, madre de Aquiles. Homero[10] lo llama el anciano, y su nombre significa húmedo. He aquí, pues, esta materia tan común, tan vil, tan despreciada. Cuando Hércules se presentó a él no pudo reconocerlo y tener razón de él, porque lo encontraba cada vez bajo una nueva forma, pero al fin lo reconoció y lo apresó con tanto ahínco que le obligó a declararlo todo. Estas metamorfosis están tomadas de la naturaleza misma de esta materia, que Basilio Valentín,[11] Haimon[12] y muchos otros dicen no tener ninguna forma determinada, pero que es susceptible de todas, que se vuelve aceite en la nuez y la oliva, vino en la uva, amargo en el ajenjo, dulce en el azúcar, veneno en un sujeto, tríaca en el otro.
Hércules vio a Nereo bajo todas estas formas diferentes; pero no era bajo éstas que quería verlo. Hizo, pues, tanto que al fin lo descubrió bajo esa forma, que no presenta nada de gracioso ni de especificado, tal como es la materia filosófica.
Es pues, necesario tener a Nereo como recurso, pero como no es suficiente haber encontrado la materia verdadera y próxima de la obra, para llegar a su fin, Nereo envió a Hércules a Prometeo, que había robado el fuego del Cielo para hacer partícipes a los hombres, es decir, el fuego filosófico, que da la vida a esta materia, sin el cual no se podría hacer nada. Prometeo siempre fue considerado como el titán ígneo, amigo del Océano. Tenía un altar común con Palas y Vulcano, porque su nombre significa previsor, juicioso, lo que conviene a Palas, diosa de la sabiduría y de la prudencia, y porque el fuego de Prometeo era lo mismo que Vulcano. También se ha querido señalar con ello la prudencia y la dirección que él da a un artista para dar a este fuego el régimen conveniente.
Este titán juicioso indujo a Júpiter a destronar a Saturno, su padre; Júpiter siguió sus consejos y tuvo éxito. Pero sin embargo se creyó en el deber de castigarlo por el robo que había hecho y lo condenó seguidamente a ser atado a una roca del monte Taurus y a que un buitre le devorara el hígado sin cesar, sin embargo de manera que su hígado renacía a medida que el buitre lo devoraba. Mercurio estuvo encargado de esta expedición y el suplicio duró hasta que Hércules, por agradecimiento, mató al buitre, o al águila según algunos, y lo liberó. Como esta fábula forma un episodio y se encuentra explicada en otro lugar de esta obra, sólo diremos dos palabras. Prometeo o el fuego filosófico es aquel que opera todas las variaciones de los colores que la materia toma sucesivamente en el vaso. Saturno es el primero o el color negro, Júpiter es el gris que le sucede. Es pues, por el consejo y la ayuda de Prometeo que Júpiter destrona a su padre, pero este titán robó el fuego del Cielo y fue castigado.
Este fuego robado es aquel que es innato en la materia. Ella ha sido impregnada de él como por atracción, le ha sido infundido por el Sol y la Luna, sus padre y madre, según la expresión de Hermes:[13] su padre es el Sol y su madre la Luna; es lo que ha hecho que se le de el nombre de fuego celeste. Prometeo es seguidamente atado a una roca ¿no es como si se dijera que este fuego se concentra y se ata a la materia que empieza a coagularse en piedra tras el color gris y que esto se hace mediante la operación del mercurio de los filósofos? La parte volátil que actúa sin cesar sobre la parte ígnea y fijada, por así decirlo, ¿podría estar mejor designada que mediante un águila o un buitre y este fuego concentrado mediante el hígado? Estos pájaros son carnívoros y voraces, el hígado es, por así decirlo, el asiento del fuego natural en los animales. El volátil actúa, pues, hasta que el artista, ya que Hércules es su símbolo, haya matado a esta águila, es decir, fijado el volátil.
Estos colores que se suceden son los dioses y los metales de los filósofos, a los que han dado los nombres de los siete planetas. El primero de los principales es el negro, el plomo de los sabios o Saturno. El gris que viene después está atribuido a Júpiter y lleva su nombre. El color de la cola de pavo real a Mercurio, el blanco a la Luna, el amarillo a Venus, el rojizo a Marte y el púrpura al Sol; así mismo han llamado reino al tiempo que dura cada color. Tales son los metales filosóficos y no los vulgares, a los cuales los químicos han dado los mismos nombres. Hagamos una reflexión respecto a esto. Un compuesto de dos cosas, la una acuosa y volátil, la otra terrestre y fija, al ser puesto en el vaso, si sobreviene una fermentación y una disolución, aparecerán los colores o se sucederán o se manifestarán mezclados como los de la cola del pavo real o del arco iris.
He aquí el origen de las fábulas y cómo una ficción de esta especie puede ser variada al infinito por una o más personas de ingenio, entonces las fábulas son multiplicadas en extremo. De ahí tantas obras alegóricas compuestas sobre la teoría y la práctica del arte hermético.
[1] . Espagnet, La Obra secreta de la Filosofía de Hermes, can. 52.
[2] . Flamel, Deseo deseado.
[3] . Basilio Valentín, Las Doce Llaves. 3ª llave
[4] . El Trevisano, Filosofía de los Metales.
[5] . Apolonio, Argonáuticas, lib. 4, v. 1400 y ss.
[6]. Cosmopolita, Prefacio en Enigma Filosófico.
[7] . Basilio Valentín, Las Doce Llaves.
[8] . El Cosmopolita, Nueva Luz Química.
[9] . Pontano, Epístolas.
[10] . Homero, Ilíada, lib. 18, v. 36.
[11] . Basilio Valentín, Las Doce Llaves.
[12] . Haimon, Epístolas.
[13] . Hermes, Tabla de Esmeralda.
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