Tras la conquista del Toisón de oro, no hay casi nada que venga mejor a nuestra causa que la expedición de Hércules para adquirir la posesión de estos famosos frutos conocidos por tan pocas personas, y que los autores que han hablado de ellos no están de acuerdo sobre su verdadero nombre. Los antiguos poetas han dado rienda suelta a su imaginación a este respecto y los historiadores que han hablado después de estos padres de las fábulas, tras haber buscado en vano el lugar donde estaba este jardín, el nombre y la naturaleza de estos frutos, son casi todos contrarios los unos con los otros. ¿Cómo habrían podido decir algo cierto sobre un hecho que no existió jamás? Es inútil hacer diferenciaciones para favorecer el pensamiento de uno más que el de otro, puesto que están todos igualmente en el error respecto a ello. Es con razón, pues, que se pueden considerar como ideas vacías y quiméricas las explicaciones de la mayor parte de los mitólogos que han querido relacionarlo todo en la historia, por más ingeniosas y por más brillantes que sean, y aunque presenten ilustres garantías.
Todas las fábulas no son ilusiones ingeniosas, sino solamente las que no tenían otro motivo que el placer. Aquellas de las que aquí se trata y casi todas las de Orfeo, Homero y los más antiguos poetas, son alegorías que ocultan instrucciones bajo el velo de la genealogía y de las pretendidas acciones de los dioses, de las diosas o de sus descendientes.
Veamos, pues, lo que los poetas han dicho de este célebre jardín; el lugar donde habitaban las Hespérides era un jardín donde se encontraba reunido todo lo que la naturaleza tiene de bello. El oro brillaba por todas partes, era el lugar de las delicias y de las hadas. Las que lo habitaban cantaban admirablemente bien.[1] Ellas gustaban de adoptar toda clase de figuras para sorprender a los espectadores mediante sus súbitas metamorfosis.
Si creemos al mismo poeta, los argonautas visitaron a las Hespérides y se dirigieron a ellas conjurándolas a mostrarles alguna fuente de agua, porque estaban extremadamente presos por la sed. Pero en lugar de responderles se transformaron al instante en tierra y en polvo.
Orfeo, que conocía este prodigio, no se desconcertó, conjuró de nuevo a estas hijas del Océano y redobló sus plegarias. Ellas lo escucharon favorablemente, pero antes de otorgarles sus deseos se metamorfosearon, primero en hierbas que crecían de esta tierra poco a poco. Estas plantas se elevaron insensiblemente y formaron ramas y hojas de manera que en un momento Hespera se volvió álamo, Eritea olmo y Eglé se encontró como sauce. Los otros argonautas, presos de espanto ante tal espectáculo no sabían qué pensar ni qué hacer, entonces Eglé bajo la forma de árbol los confortó y les dijo que dichosamente para ellos un hombre intrépido había venido a la ciudad,
que sin respeto por ellas había matado al dragón guardián de las manzanas de oro y había huido con los frutos de las diosas, que este hombre tenía la mirada fiera, la fisonomía dura, que estaba cubierto de una piel de león y armado con una maza, con un arco y flechas, que había utilizado para matar al monstruoso dragón. Este hombre también ardía de sed y no sabía dónde encontrar agua. Pero al fin, ya sea por industria ya sea por inspiración, golpeó con el pie la tierra y brotó una abundante fuente de la que bebió largos tragos. Los argonautas apercibieron que Eglé durante su discurso había hecho un gesto con la mano que parecía indicarles la fuente de agua que salía de la roca, corrieron y se saciaron dando gracias a Hércules por haber rendido tan gran servicio a sus compañeros, aunque no estuviera con ellos.
Tras haber hecho los encantamientos de estas hijas de Atlas, a los poetas sólo les quedó hacerlas divinidades; puede que los antiguos no tuvieran esta idea, pero Virgilio la ha relatado así.[2] Él les ha dado un templo y una sacerdotisa, temible por el soberano poder que ejerce sobre toda la naturaleza. Era la guardiana de los ramos sagrados y quien alimentaba al dragón, dominaba las negras penas, detenía el curso de los ríos, hizo retroceder a los astros y obligó a los muertos a salir de las tumbas. Tal es el retrato que los poetas hacen de las Hespérides y si no convienen todos, ya sea en el número de estas ninfas ya sea sobre el lugar donde estaba situado este célebre jardín, al menos acordaban todos en decir que éste era el de las manzanas de oro y no de ovejas; que el jardín estaba guardado por un dragón que Hércules mató y robó sus frutos.
Se dice que Juno aportó como dote a su matrimonio con Júpiter los árboles que daban estas manzanas de oro.
Este dios estuvo encantado y como les tenía infinito agrado, buscó los medios de ponerlos a resguardo de los ataques de los que desearan estos frutos. A este efecto los confió a los cuidados de las ninfas Hespérides que hicieron cercar de muros el lugar donde estos árboles estaban plantados y emplazaron allí un dragón para guardar la entrada. Se admiten comúnmente tres ninfas Hespérides, hijas de Hespero, hermano de Atlas y sus nombres eran Eglé, Aretusa y Hespertusa. Algunos poetas añaden una cuarta que es Héspera, otros una quinta que es Eriteis y otros una sexta bajo el nombre de Vesta. Diodoro de Sicilia las aumenta hasta siete. Hesíodo[3] les da a la Noche por madre; el abad Massieu está sorprendido y no sabía, dice, avenirse al por qué este poeta da una madre tan fea a unas hijas tan bellas. Se encontrará una buena razón para ello después.
Entre los que han considerado esta fábula como una alegoría, Noel el conde ha visto allí la más bella moralidad del mundo. Pretende[4] que el dragón vigilante que guardaba las manzanas de oro es la imagen natural de los avaros, hombres duros y despiadados, que no cierran el ojo ni de día ni de noche, corroídos por su loca pasión, no quieren que los otros toquen un oro del que ellos no hacen ningún uso. Tzetzez y después de él Vosio[5] encuentran en esta fábula el Sol, los astros y todos los cuerpos luminosos del firmamento.
Las Hespérides son las últimas horas del día. Su jardín es el firmamento. Las manzanas de oro son las estrellas. El dragón es donde el horizonte, exceptuando bajo la línea, corta el ecuador en ángulos oblicuos, donde el zodíaco se extiende oblicuamente de un trópico al otro. Hércules es el Sol, puesto que su nombre viene de Η”ρύ’κλεος que significa la gloria del aire. El Sol apareciendo sobre el horizonte hace desaparecer las estrellas, es Hércules que roba las manzanas de oro.
Cuando se intenta explicar una cosa es preciso hacerlo de manera que la explicación convenga en todas las circunstancias. Por ingenioso y brillante que sea, carece de fundamento y solidez, si algunas de estas circunstancias no pueden convenir allí. He aquí precisamente el caso en que se encuentran los mitólogos y los historiadores respecto a la fábula que aquí tratamos, como se verá después. Sería injusto reprender a los que se toman el trabajo de buscar los medios de explicar las fábulas, su motivo es muy loable, los moralistas trabajan en formar las costumbres, los historiadores en esclarecer algunos puntos de la historia antigua. Los unos y los otros concurren en la utilidad pública, por lo tanto se les debe agradecer. Aunque no se perciba la relación entre las manzanas de oro que crecen sobre los árboles y las estrellas emplazadas en el firmamento, entre Hércules que mata un dragón y el Sol que recorre el zodíaco, entre estas manzanas traídas a Euristeo y los astros que quedan en el cielo, Tzetzez no es más reprensible que los que cortan y trinchan en trozos esta fábula para tomar sólo aquellos que pueden convenir a su sistema. Si es un prejuicio desfavorable contra la verdad de sus explicaciones, la atención que pongo en no dejar una sola circunstancia de esta fábula sin ser explicada, debe hacer inclinar la balanza del lado de mi sistema. Entremos en materia.
[1] . Apolodoro, Argonáuticas, lib. 4, v. 1396 y ss.
[2] . De allí ha venido y se me ha presentado una sacerdotisa de la nación masilia, antigua custodia del templo de las Hespérides, que guardaba en el árbol los sagrados ramos y daba al dragón manjares rociados de líquida miel y soporíferas adormideras. Esta promete sanar a su arbitrio con sus conjuros los pechos enamorados o infundir en otros los tormentos del amor, atajar las corrientes de los ríos y hacer que retrocedan los astros, y evoca a los manes durante la noche. Virgilio, Enéida, lib. 4.
[3] . Hesíodo, Teogonía, v. 315.
[4] . Natali Conti, Cantos, lib. 1, cap. 1.
[5] . Vosio, De orig. Y progr. Idol. lib. 2, p. 384.
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