miércoles, enero 03, 2007

El Hombre (1) (del Tratado de Física)



Dios al corporificarse, por así decirlo, por la creación del mundo, no creyó que fuera suficiente el haber hecho tan bellas cosas; quiso poner el sello de su Divinidad y manifestarse aún más perfectamente mediante la formación del hombre. A este efecto lo hizo a su imagen y a la del mundo. Le dio un alma, un espíritu y un cuerpo; de estas tres cosas reunidas en un mismo sujeto constituyó la humanidad. Compuso este cuerpo de un limo extraído de la más pura substancia de todos los cuerpos creados. Sacó su espíritu de todo lo que había de más perfecto en la naturaleza, le dio un alma hecha por una especie de extensión de sí mismo. Es Hermes quien habla.[1]
El cuerpo representa el mundo sublunar, compuesto de tierra y de agua; es por esto que está compuesto de sequedad y humedad, o de hueso, carne y sangre. El espíritu infinitamente más sutil, ocupa el medio entre el alma y el cuerpo, y sirve como de ligadura para unirlos, porque sólo se pueden reunir dos extremos por un medio. Por su virtud ígnea vivifica y pone el cuerpo bajo la conducción del alma, que es su ministro; a veces se rebela a sus órdenes, sigue sus propias fantasías y su inclinación. Representa el firmamento, cuyas partes constituyentes son infinitamente más sutiles que las de la tierra y del agua. El alma, finalmente, es la imagen de Dios mismo, y la luz del hombre.
El cuerpo saca su alimento de la más pura substancia de los tres reinos de la naturaleza, que pasan sucesivamente del uno al otro para desembocar en el hombre, que es el fin, el complemento y el compendio. Habiendo sido hecho de tierra y de agua, solamente puede nutrirse de una manera análoga, es decir, de agua y de tierra, y es necesario que allí se resuelva. El espíritu se nutre del espíritu del Universo y de la quintaesencia de todo lo que le constituye, porque ha sido hecho de ello. El alma del hombre se mantiene de la luz divina de la que saca su origen.
La conservación del cuerpo es confiada al espíritu. Este trabaja los alimentos groseros que tomamos de los vegetales y de los animales, en los laboratorios practicados en el interior del cuerpo. Separa lo puro de lo impuro, guarda y distribuye en los diferentes vasos la quintaesencia análoga a aquella de la que el cuerpo fue hecho, sea para un aumento de volumen o sea para mantenerle; y devuelve y rechaza lo impuro y heterogéneo por las vías destinadas a este uso. Este es el verdadero arqueo de la naturaleza, que Van Helmont[2] supone emplazado en el orificio del estómago; pero no parece haber tenido una idea clara, ya que habla de una manera embrollada volviéndose casi ininteligible.
Este arqueo es un principio ígneo, principio de calor, de movimiento y de vida, que anima el cuerpo y conserva su manera de ser durante el tiempo que la debilidad de los órganos lo permita. Se nutre de los principios análogos a sí mismo que extrae sin cesar por la respiración;
 es por lo que la muerte sucede a la vida casi en el momento en que la respiración es interceptada. El cuerpo es por sí mismo un principio de muerte análoga a esta masa informe, fría y tenebrosa de la que Dios formó el mundo. Representa las tinieblas. El espíritu tiene y participa de esta materia animada por el espíritu de Dios que al principio era llevado sobre las aguas y que por la luz que esparció infundió en la masa este calor que le da el movimiento y la vida a toda la naturaleza, y esta virtud fecundante, principio de generación que suministró a cada individuo le da el medio de multiplicar su especie.
Infundido en la matriz con la simiente misma que él anima, trabaja allí para formar y perfeccionar la morada y el alojamiento que él debe habitar, según la especie, la cualidad de los materiales suministrados y según la disposición de los lugares y la especificación de la materia. Si los materiales son de buena calidad, el edificio será muy sólido, el temperamento muy fuerte y muy vigoroso. Si son malos, el cuerpo será muy débil y menos apropiado para resistir los perpetuos asaltos que tendrá que sostener mientras subsista. Si la materia es susceptible de una organización más desligada, más combinada y más perfecta, el espíritu lo hará de manera que él pueda ejercer a continuación su acción con toda la libertad y facilidad posible.
Por poco que un hombre sensato reflexione sobre sí mismo y que haga la anatomía de su compuesto, encontrará pronto estos tres principios de su humanidad que son realmente distintos, pero reunidos en un solo individuo.[3]
Que los pretendidos espíritus fuertes, que los materialistas ignorantes y poco acostumbrados a reflexionar seriamente, entren de buena fe en ellos mismos y sigan paso a paso cada pequeño detalle del hombre; reconocerán pronto su extravío y la debilidad de sus principios. Verán que su ignorancia les hace confundir al rey con el ministro y los súbditos, el alma con el espíritu y el cuerpo. En fin, que un príncipe es responsable de sus propias acciones y las de su ministro cuando este las hace por sus órdenes o por su consentimiento y su aprobación.
Salomón confunde a los materialistas de su tiempo y nos enseña a un mismo tiempo que ellos también razonaban locamente como los de nuestros días. Ellos han dicho,[4] hablando insensatamente: El tiempo de la vida es corto y enojoso; no tenemos ni bienes ni placeres al esperar presta nuestra muerte; nadie ha venido del otro mundo para enseñarnos lo que se dice y lo que pasa allí, porque hemos nacido de nada y después de nuestra muerte será como si no hubiéramos existido, es un humo lo que respiramos, 
una chispa que da movimiento a nuestro corazón; una vez apagada esta chispa nuestro espíritu se disipará en los aires, y nuestro cuerpo no será más que ceniza y polvo... Venid pues, amigos, aprovechemos los bienes presentes; disfrutemos de las criaturas, divirtámonos mientras somos jóvenes... Es así como han pensado y como han caído en el error, porque sus pasiones y la malicia de su corazón les ha cegado. Han ignorado las promesas firmes y duraderas de Dios; no han esperado la recompensa prometida a la justicia, no han querido tener el buen sentido y el suficiente juicio para reconocer el honor y la gloria que está reservada a las almas santas y piadosas, puesto que Dios ha creado al hombre a su imagen y lo ha hecho inexterminable.
Se ve claramente en este capítulo la distinción del espíritu y del alma. El primero es un vapor ígneo, una chispa, un fuego que da la vida animal y el movimiento al cuerpo, que se disipa en el aire cuando los órganos se destruyen. El alma es el principio de las acciones voluntarias y meditadas, sobrevive a la destrucción del cuerpo y a la disipación del espíritu. Este capítulo determina, en consecuencia, el sentido de las palabras del mismo autor:[5] La condición del hombre es la misma que la de las bestias, los unos y los otros respiran y la muerte de las bestias es la misma que la del hombre.
[1] . El Nous oh, Tat, está sacado de la substancia misma de Dios, si es que hay alguna substancia de Dios: en cuanto a saber de qué naturaleza resulte ser esta substancia, sólo Dios se conoce exactamente. El Nous no está troceado de la substancialidad de Dios, sino que se despliega, por así decirlo, a partir de esta fuente como la luz a partir del sol. En los hombres, este Nous es Dios: también algunos de los hombres son dioses, y está su humanidad muy cercana a la divinidad. Poimandrés, cap. 12, 1.
[2] . Van Helmont, Tratado de las enfermedades, 1ª parte.
[3] . Nicolás Flamel, Explicación de las Figuras Jeroglíficas, cap. 7.
[4] . Sabiduría, cap. 2[5] . Eclesiastés, 3, 19 y ss.














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