Comienzo del prólogo de Juli Peradejordi:
Abordar un simbolismo tan complejo y arquetípico como es el del Templo no resulta tarea fácil. Hacerlo con el rigor y la sensibilidad que caracterizan a Raimon Arola no es, en modo alguno, habitual.
El mundo de los símbolos constituye, realmente, un verdadero universo paralelo, en constante interaccióncon el nuestro, omnipresente tanto en el interior como en el exterior del ser humano, en el microcosmos que encarna como en el macrocosmos que le alberga. Podemos hallar simbología tradicional tanto en los usos y costumbres de todos los pueblos, lo que se ha convenido en llamar su folklore, como en los textos sagrados de las diversas religiones reveladas. Es hacia estos últimos donde preferentemente se ha dirigido Arola, con extraordinario olfato, a la hora de elaborar este trabajo.
A medida que avanzamos en el estudio de los símbolos que aparecen en las Escrituras, vamos descubriendo que, efectivamente, de un modo u otro, casi todos ellos se refieren al Templo o, mejor dicho, vamos comprendiendo que el Templo es uno de esos símbolos fundamentales en torno a los cuales giran de un modo coherente y hasta ordenado, toda una serie de símbolos particulares.
Por otra parte, si entramos en contacto con las abundantes obras que, sobre todo dentro del campo del ocultismo, pretenden referirse al Templo, nos damos cuenta de que, las más de las veces, no hacen sino dar vueltas a ciegas alrededor de la médula del tema, sin llegar a rozarla jamás, desde fuera, de un modo profano y exterior, lo cual, si es considerado a la luz de lo que escribe y, casi, demuestra Arola, resulta completamente contradictorio.
Porque si hay un símbolo comparable al del Templo, éste es el del corazón y, porque, como el corazón, el Templo es un símbolo del centro, del Paraíso terrestre, de la Tierra Santa, punto de partida de la Tradición, arquetipo de la interioridad…
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