jueves, noviembre 30, 2006

Quinta Fatalidad, era preciso robar las cenizas de Laomedón



Es bastante difícil concebir que sea necesario profanar la
tumba de un rey y robar sus cenizas, como condición absolutamente indispensable para poder tomar una ciudad. Si esta tumba hubiera tenido un emplazamiento en la única avenida por donde se pudiera entrar en la ciudad, yo convendría en que hubiera sido necesario apoderarse de ella, pero no se ha hecho mención de nada de esto. Y además, ¿por qué robar las cenizas? ¿para qué podían servir? Se le dio a Ulises este encargo y así lo hizo. ¿Por qué Ulises mejor que otro? La razón se adivina fácilmente en mi sistema.
Se ha visto en la fatalidad precedente que eran necesarios los huesos y que de estos huesos se hacían unas cenizas. Los huesos y las cenizas son dos nombres alegóricos de dos cosas requeridas para la obra. Los autores herméticos hablan de ello en una infinidad de lugares. El cuerpo del que se ha quitado la humedad –dice Bonelo,[1]– se parece al de un muerto; necesita entonces la ayuda del fuego hasta que con su espíritu sea cambiado en tierra, y en este estado es parecido a la ceniza de un cadáver en su tumba. Quemad, pues, esta cosa sin miedo hasta que se vuelva ceniza, una ceniza apropiada para recibir su espíritu, su alma y su tintura. Nuestro latón, igual que el hombre, tiene un espíritu y un cuerpo. Cuando Dios los habrá purificado y purgado de sus enfermedades, los glorificará. Y yo os digo, hijos de la sabiduría, que gobernáis bien esta ceniza,
será glorificada y obtendréis lo que deseéis. Todos los otros se expresan en el mismo sentido. Basilio Valentín ha empleado dos o tres veces los huesos de los muertos y sus cenizas para la misma alegoría.
Se precisan, pues, unas cenizas para hacer la medicina dorada, pero las cenizas de un sujeto particular, las cenizas de Laomedón, es decir, de aquel que ha construido la ciudad de Troya y que ha perdido la vida a causa de ella. Se ha saber lo que es perder la vida en el sentido de los filósofos herméticos. Así es para Laomedón, como para los descendientes de Éaco; el uno y el otro habían trabajado en levantar la ciudad de Troya, el uno y el otro, pues, han de contribuir a su destrucción. Es por lo que los autores herméticos dicen a menudo que el fin de la obra rinde testimonio a su comienzo y que se ha de finalizar con lo que se ha empleado para empezar. Ved y examinad –dice Basilio Valentín[2]– lo que os habéis propuesto hacer y buscad lo que os puede conducir a ello, pues el fin debe responder al principio. No toméis una materia combustible, puesto que os habéis de proponer hacer una que no lo sea. No busquéis vuestra materia en los vegetales, puesto que tras haber sido quemada no os dejarían más que una ceniza muerta e inútil. Acordaos que la obra se empieza con una cosa y termina por otra, pero esta cosa contiene dos, una volátil y la otra fija. Finalmente estas dos deben reunirse en una totalmente fija, y fija de tal manera que no tema los ataques del fuego.

[1] . Bonelo, La Turba.
[2] . Basilio Valentín, Prefacio a sus Doce Llaves.

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