domingo, noviembre 19, 2006

El rescate de Héctor (la fábula)




Apolo,[1] que lleva sus quejas a Júpiter respecto a que Aquiles se había apoderado del cuerpo de Héctor y no quiso devolverlo. Juno le respondió: Héctor ha bebido la leche de una mujer mortal y Aquiles es hijo de una diosa, yo misma alimenté y crié a su madre y la di en matrimonio a Peleo, hombre mortal, pero al que los dioses amaban mucho. Para hacerle los honores, todos asistieron a su boda, y vos mismo, pérfido, asististeis como los otros. Apolo dijo: Realmente Aquiles es tan soberbio y glorioso que no es sensible ni a la piedad ni a la vergüenza. Todos os inclináis hacia este orgulloso y soberbio Aquiles que se ha despojado de toda compasión y de todo pudor. Después de haber quitado la vida al noble y generoso Héctor, lo ha atado a su carro y lo ha arrastrado alrededor de la tumba de su amigo Patroclo, en lugar de dárselo a su querida esposa, a su padre Príamo, a su madre, a su hijo y a su pueblo, que lo lloran y que al menos querrían tener la consolación de verlo aunque fuera muerto. Júpiter tomó la palabra y dijo: Juno no os encolericéis, de todos los habitantes de Ilión, Héctor fue el más querido para los dioses. No convenía a Aquiles robar secretamente el cuerpo de Héctor. Tetis, madre de Aquiles, no abandona a su hijo un instante, no lo deja ni de día ni de noche, pero si alguno quiere llamarla y la hace venir yo le hablaré y le diré que Aquiles devuelva el cuerpo de Héctor a Príamo, que lo rescatará. Inmediatamente Iris partió, descendió sobre el negro mar, todo el pantano se estremeció. Encontró a Tetis en una cueva, sentada en medio de otras muchas diosas marinas, donde lloraba la desdichada suerte de su hijo, que debió morir lejos de su patria, en Troya la pedregosa. Levantaos Tetis, le dijo ella, Júpiter os reclama y quiere hablaros ¿por qué me quiere este gran dios? respondió ella.
No me atrevo a frecuentar más a los inmortales, mi corazón está afligido de dolor y mi espíritu lleno de tristeza. Sin embargo iré puesto que así lo ordena. Habiendo hablado así, esta diosa, la más augusta de todas, tomó un velo negro, y no había vestidura en el mundo más negra que la suya. Partió, Iris la precedía y el mar las rodeaba. A penas llegaron a la orilla, se elevaron rápidamente hacia el cielo, allí encontraron a Saturno y los otros dioses sentados alrededor suyo. Tetis fue a sentarse cerca de Júpiter y Juno
le presentó una bebida dorada en un bello vaso diciéndole algunas palabras de consolación. Tetis bebió y se lo devolvió. A continuación, Júpiter, padre de los dioses y de los hombres habló y dijo: Diosa Tetis, habéis venido al Olimpo, aunque triste, y sé que tenéis una pena. Soy sensible a vuestra tristeza, pero escuchad porque os voy a mandar. Después de nueve días los dioses inmortales están en disputa a causa del cuerpo de Héctor y de Aquiles, el destructor de las ciudades. Se decía que era preciso robarlo secretamente, pero a causa del respeto que siento por vos y de la amistad que siempre os tendré, voy a dejar a Aquiles la gloria de devolverlo. Id pues, descended pronto hacia vuestro hijo y decidle a Aquiles que los dioses inmortales y yo más que los otros, estamos indignados contra él, por retener el cuerpo de Héctor en su negro barco sin quererlo devolver, aunque se le haya propuesto rescatarlo. Si tiene algún respeto hacia mí que lo devuelva. Enviaré a Iris hacia Príamo para decirle que vaya él mismo a los barcos de los griegos a reclamarlo y que lleve con él presentes que sean del gusto de Aquiles. Tetis la de los pies de plata obedeció, descendió del Olimpo con precipitación y llegó a la tienda de su hijo, lo encontró allí encerrado y derramando muchas lágrimas en medio de sus compañeros que se preparaban para almorzar. Para ello habían matado una gran oveja cuya piel era bella y muy tupida. Se sentó junto a él, lo
halagó y lo acarició y le dijo: ¿Hasta cuando hijo mío abandonaréis vuestro corazón a la pena que lo roe hasta el punto de no querer comer ni dormir? Soy vuestra madre y no dudéis de que tengo mucho deseo de veros casado, pero el destino os amenaza de forma violenta y precipitada. Escuchadme pues, vengo de hablar con Júpiter, me ha dicho que os declare que los dioses inmortales están muy irritados contra vos porque no queréis consentir al rescate del cuerpo de Héctor, al que retenéis en vuestros negros barcos. Creedme, devolved este cuerpo y recibiréis rescate.
Aquiles se dejó ganar por los ruegos de su madre y dijo que si recibía el rescate devolvería a Héctor. Por su parte Iris hizo su cometido, obligó a Príamo a ir junto Aquiles con presentes, acompañado por un sólo heraldo del ejército. Hécubo hizo todo lo que pudo para impedir que Príamo fuera, pero lejos de escucharlo le hizo reproches. Tomó los presentes, que consistían en doce vestidos muy bellos, doce magníficos tapices, doce túnicas y diez talentos de oro bien pesados. Así partió y viéndolo Júpiter en camino le dijo a Mercurio, su hijo, Mercurio no hay nada que os plazca más que rendir servicio a los mortales, id pues y conducid al viejo Príamo hasta los barcos de los griegos, pero hacedlo de manera que nadie lo vea y se de cuenta, hasta que haya llegado a la tienda del hijo de
Peleo. Entonces Mercurio ajustó sus talones de ambrosía y oro que lo llevan sobre el mar y la tierra con el viento y no olvidó su caduceo. Habiendo tomado la figura de un joven bello, bien hecho y de una fisonomía real se fue a Troya a encontrar a Príamo y a aquel que lo acompañaba. A su encuentro ellos se sorprendieron y el miedo los atrapó, pero Mercurio los tranquilizó y les dijo: ¿Dónde vais así en el silencio de la noche? ¿No teméis caer en manos de los griegos vuestros enemigos? Si alguno de ellos os ve con los presentes que lleváis ¿cómo vos que no sois joven y sólo os acompaña un viejo podríais impedir que os atacaran? En cuanto a mí estad tranquilos vengo para defenderos y no para insultaros pues os considero como mi padre. Veo por vuestro aire y vuestro discurso, respondió Príamo, que algún dios cuida de mí, puesto que os ha enviado para acompañarme. Pero hacedme el favor, bello joven, de decirme quién sois y quien son vuestros parientes. Soy criado de Aquiles, le respondió Mercurio, llegué con él en el mismo barco, soy uno de los mirmidones y mi padre se
llama Políctor, es muy rico y entrado en edad como vos, tiene seis hijos y yo soy el séptimo;[2] entre los siete hemos echado a suerte para ver quién iría con Aquiles y la suerte ha caído sobre mí. Príamo le preguntó sobre el estado actual del cuerpo de Héctor y Mercurio le dio tan buenas nuevas que Príamo le ofreció como presente una bella copa y le rogó que lo condujera. Mercurio rehusó el presente pero le dijo que lo acompañaría siempre por mar y por tierra hasta el mismo Argo y enseguida saltó sobre el carro de Príamo, se hizo con las riendas y se hizo cargo de conducirlo. Finalmente llegaron entorno a los barcos. Los centinelas estaban ocupados en cenar y Mercurio que duerme a los que velan y despierta a los que duermen, los sumió en un profundo sueño; después abrió las puertas e introdujo a Príamo con sus presentes. Llegaron a la levantada tienda de Aquiles, que los mirmidones le habían hecho de madera de abeto, la habían cubierto de juncos de la pradera y la habían envuelto con pieles, la puerta estaba cerrada con un gran cerrojo de abeto y tres griegos la guardaban; también había tres antorchas. Entonces Aquiles estaba solo. Mercurio, autor de las comodidades de la vida, abrió la puerta al viejo y lo introdujo con sus presentes. Después le dijo: Yo soy Mercurio, dios inmortal, enviado por Júpiter para serviros de guía y acompañaros, yo no entraré con vos, yo me vuelvo, pues no conviene que aparezca ante Aquiles y que se de cuenta de que un dios inmortal favorece así a un hombre. Pero vos entrad, abrazad las rodillas de Aquiles y rogadle que os devuelva a vuestro hijo. Tras estas palabras Mercurio se elevó hacia el Olimpo. Príamo descendió de su carro y dejó allí a Ideo, su acompañante. Entró en la tienda de Aquiles, se echó a sus rodillas y le pidió a Héctor. Tras mucho discurso por una parte y otra, Aquiles aceptó los presentes de Príamo y le devolvió a su hijo. Después convinieron una tregua de doce días. Finalmente Príamo se llevó el cuerpo de Héctor en su carro, con la ayuda de Mercurio, y habiéndolo llevado a Troya lo puso en manos de los troyanos que le hicieron unos funerales, de la manera siguiente:[3] Juntaron los materiales durante nueve días, el décimo levantaron el cuerpo de Héctor llorando, lo colocaron encima de la hoguera y prendieron fuego. Al día siguiente el pueblo se reunió entorno de la hoguera y apagaron el fuego con vino negro; los hermanos y los compañeros de Héctor recogieron sus blancos huesos, vertiendo abundantes lágrimas y los encerraron en un ataud de oro, que envolvieron con un tapiz de color púrpura.

[1] . Homero, Ibid. lib. 24, vers. 40 y ss.
[2] . El séptimo de los metales.
[3] . Homero, Ilíada,ibid. vers. 785 y ss.

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