sábado, octubre 21, 2006

Más de Mercurio



Hemos dicho que, según los antiguos, los egipcios no hacían nada sin misterio. Los anticuarios lo saben y sin embargo no ponen atención en ello cuando tienen que explicar los monumentos de Egipto que el tiempo ha perdonado. Los discípulos del padre de las ciencias y de las artes, así como de estos misteriosos jeroglíficos ¿se habrían aproximado precisamente a la cuestión de lo natural en las representaciones de Mercurio para ir a caer en el mal gusto? Si lo habían pintado con la cara mitad negra y mitad dorada, y a menudo con los ojos de plata, sin duda era para designar los tres colores principales de la obra hermética, el negro, el blanco y el rojo, que sobrevienen al mercurio en las operaciones de este arte, donde el mercurio lo es todo. Estos ojos de plata han sorprendido a un erudito académico que ha considerado estos ojos como una vana muestra de la riqueza guiada por el mal gusto.[1] Si hubiera dado sus explica
ciones según mi sistema no le hubiera sido ta
n embarazoso encontrar la razón que había hecho poner estos ojos de plata a la figura de Mercurio. Muchas otras cosas que trata de adornos, o que confiesa no poder explicar, hubieran tenido muy poca dificultad. Solamente un ejemplo sacado de las antigüedades de Caylus ya probará la cosa.
Este infatigable erudito, al cual el público le debe tantos curiosos descubrimientos que ha hecho sobre la práctica de las artes de los antiguos, nos presenta un monumento egipcio que confiesa ser Mercurio bajo la figura de Anubis, con cabeza de perro; enfrente de este Anubis está Horus de pie. Se miran el uno al otro, emplazados cada uno de ellos sobre los extremos de una góndola de los cuales el extremo donde está Horus termina en cabeza de toro y el extremo donde está Anubis en cabeza de carnero. Estas dos cabezas de animales le parecen a Caylus simplemente adornos. Pero no ignora que el toro Apis era el símbolo de Osiris, que Horus era hijo de Osiris y que este padre, su hijo y el Sol[2] eran una misma cosa. Él mismo lo dice en más de un lugar. Así mismo sabe que el carnero era uno de los símbolos jeroglíficos de Mercurio que, como dicen el Cosmopolita,[3] Filaleteo y much
os otros, se extrae por medio del acero que se encuentra en el vientre del
carnero.El Mercurio de los filósofos, pues, está representado en este monumento bajo la figura de Anubis y del carnero, como principio de la obra y de la manera en que se extrae. El carnero indica también su naturaleza marcial y vigorosa. El oro o sol hermético está allí bajo la figura de Horus y del toro, símbolo de la materia fija de la que se hace. Entonces, pues, no están puestos allí para servir de adorno, sino para completar el jeroglífico de toda la gran obra. Ya he explicado suficientemente lo que era Anubis en el primer libro.
Dos serpientes, la una macho y la otra hembra, parecen enrollarse en torno al caduceo de Mercurio, para representar las dos substancias mercuriales de la obra, la una fija y la otra
volátil; la primera caliente y seca y la segunda fría y húmeda, llamadas por los discípulos de Hermes serpientes, dragones, hermano y hermana, esposo y esposa, agente y paciente y de otras mil maneras que significan la misma cosa, pero indicando siempre una substancia volátil y otra fija. En apariencia tienen cualidades contrarias, pero la vara de oro dada a Mercurio por Apolo, pone acuerdo entre estas serpientes y paz entre los enemigos, por utilizar términos de los filósofos. Raimon Llull nos describe muy bien la naturaleza de estas dos serpientes, cuando dice:[4] Hay ciertos elementos que endurecen, congelan y fijan, y otros que son endurecidos, congelados y fijados. Es preciso pues, observar dos cosas en nuestro arte.
Se deben componer dos licores contrarios, extraídos de la naturaleza del mismo metal: una que tenga la propiedad de fijar, endurecer y congelar y la otra que sea volátil, blanda y no fija. Esta segunda debe ser endurecida, congelada y fijada por la primera, y de estas dos resulta una piedra congelada y fija que también tiene la virtud de congelar lo que no lo está, de endurecer lo que es blando,
de ablandar lo que es duro y de fijar lo que es volátil. El cargo que tenía Mercurio de conducir a los muertos a la morada de Plutón y de retirarlos de allí, significa la disolución y la coagulación, la fijación y la volatilización de la materia de la obra. Mercurio transformó a Bato en piedra de toque, porque la piedra filosofal es la verdadera piedra de toque para conocer y distinguir a los que se jactan de saber hacer la obra, que aturden con su charla y que no sabrían probarla por experiencia. Además la piedra de toque sirve para probar el oro, lo que viene perfectamente en la figurada historia de Bato. Mercurio, dice la fábula, robó los bueyes que Apolo guardaba, y así mismo le robó su arco y sus flechas y después se disfrazó y fue a pedir a Bato noti
cias sobre los bueyes robados. Este disfraz es el mercurio filosófico, anteriormente volátil y fluido y en el presente fijado y disfrazado en polvo de proyección; este polvo es oro y no parece tener la propiedad de hacer más, sin embargo lo hace de los otros metales, que encierran las partes que son principios del oro. Cuando se las ha transmutado, se dirige a
Bato o la piedra de toque, para saber en lo que se han convertido los metales imperfectos que conocía antes de su transmutación; Bato responde, según Ovidio: Estaban sobre esas montañas y ahora están sobre éstas (Metamorfosis, lib. 2); eran plomo, estaño, mercurio, y ahora son oro y plata. Pues los filósofos dan el nombre de montaña a los metales, según las palabras de Artefio: Por lo demás, nuestra agua, a la que anteriormente he llamado nuestro vinagre, es el vinagre de las montañas, es decir, del Sol y de la Luna. Tras la disolución de la materia y la putrefacción, esta materia de los filósofos adopta toda clase de colores que sólo desaparecen cuando empieza a coagularse y a fijarse. Es Mercurio quien mató a Argos de un golpe de piedra.

[1] . Recopilación de Anticuarios, t. 1.
[2] . Entiendo el Sol hermético y no en el sentido de los mitólogos.
[3] . El Cosmopolita, Parábolas.
[4] . Raimon Llull, De la Quinta esencia, dist. 3, de incerat.

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