Los samotracios tenían su religión y sus ceremonias tomadas de los egipcios, que habían recibido de Mercurio Trismegisto. Los unos y los otros tenían dioses que les estaba prohibido nombrar, y para disfrazarlos les daban los nombres de Axioreus, Axiocersa, Axiocersus. El primero significa Ceres, el segundo Proserpina y el tercero Plutón. Tenían aún un cuarto llamado Casmilus, que no era otro que Mercurio.
Algunos antiguos han llamado Mercurio al dios de tres cabezas, pues lo consideraban como dios marino, dios terrestre y dios celeste, quizás porque conoció a Hécate, de la que tuvo tres hijas, si creemos a Noel el Conde. Los atenienses celebraban, el día 13 de la Luna de Noviembre, una fiesta llamada Choes, en honor del Mercurio terrestre. Hacían una mezcla de toda clase de granos y los cocían ese día en un mismo vaso, pero no se permitía a nadie comer de ello. Esto solamente era para indicar que el Mercurio del que se trataba era el
principio de la vegetación. Lactancio pone a Mercurio, con el Cielo y Saturno, como los tres que han distinguido por su sabiduría. Sin duda tenía en vistas a Mercurio Trismegisto y no a aquel al que Hércules consagró su porra, después de la derrota de los gigantes. Es a este último que le era dedicado
el cuarto día de la Luna de cada mes, y se le inmolaban terneros.[1] También se llevaba su estatua junto con los otros símbolos sagrados en las ceremonias de las fiestas celebradas en Eleusis.
Mercurio era uno de los principales dioses significados por los jeroglíficos de los egipcios y de los griegos y todos los que eran iniciados en sus misterios estaban obligados a mantener el secreto, y no es sorprendente que los que no tenían conocimiento de ello se equivocaran respecto al nombre y a la naturaleza de este dios alado. Cicerón reconocía a muchos,[2] uno nacido del Cielo y del Día, otro
Mercurio era uno de los principales dioses significados por los jeroglíficos de los egipcios y de los griegos y todos los que eran iniciados en sus misterios estaban obligados a mantener el secreto, y no es sorprendente que los que no tenían conocimiento de ello se equivocaran respecto al nombre y a la naturaleza de este dios alado. Cicerón reconocía a muchos,[2] uno nacido del Cielo y del Día, otro
hijo de Valens y de Foronis, el tercero de Júpiter y de Maya, el cuarto tuvo al Nilo por padre. En verdad puede encontrarse más de uno de estos nombres en Egipto, así como Hermes Trismegisto puede ser
lo mismo en Grecia, pero jamás hubo ningún Mercurio al que se le pueda atribuir razonablemente todo lo que relatan las fábulas, y este Mercurio sólo puede ser el de los filósofos herméticos, al que conviene perfectamente todo lo que hemos dicho hasta aquí. Sin duda también era para fijar esta idea que se le representaba con tres cabezas, a fin de indicar con ello los tres principios de los que está compuesto, según el autor del Rosario de los filósofos: La materia de la piedra de los filósofos –dice– es un agua, es preciso entender un agua tomada de tres cosas, pues no deben haber allí ni más ni menos. El Sol es el macho y la Luna la hembra y Mercurio el esperma, sin embargo sólo es un Mercurio.
Habiendo reconocido los filósofos que este agua era un disolvente para todos los metales, dieron a Mercurio el nombre de Nonacrito, de una montaña de la Arcadia llamada Nonacris, de donde sus rocas destilan un agua que corroe todos los vasos metálicos. Se le considera como un dios celeste, terrestre y marino porque, en efecto, el mercurio ocupa el cielo filosófico, cuando el mar de los sabios se sublima en vapores, que es la misma agua mercurial, y finalmente la tierra hermética que se forma de este agua y
que ocupa el fondo del vaso. Además está compuesto de tres cosas, según el decir de los filósofos: de agua, de tierra y de una quintaesencia celeste, activa e ígnea, que activa a los otros dos principios y hace en el mercurio el oficio que hacen los instrumentos y los útiles de Vulcano.
Tal es, pues, este Mercurio, tan célebre en todos los tiempos y en todas la
naciones, que primero nace en los jeroglíficos egipcios y luego como sujeto de las alegorías y las ficciones de los poetas. No puedo finalizar mejor su capítulo que mediante lo que dice Orfeo, describiendo el antro de este dios. Era la fuente y el almacén de todos los bienes y de todas las riquezas y todo hombre sabio y prudente podía sacar de allí todo a su voluntad. Así mismo allí se encuentra el remedio a todos los males.
[1] . Perseo elevó inmediatamente tres altares para dar gracias a los dioses. En el del centro sacrifica un toro al padre de los dioses; en el de la derecha, a Palas, una vaca; en el de la izquierda, a Mercurio, un becerro. Ovidio, Metamorfosis, lib. 4, vers. 753 y ss.
[2] . Cicerón, De la Naturaleza de los Dioses.
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