sábado, octubre 28, 2006

Los Misterios de Eleuisis





Las tesmoforias eran llamadas mistéricas, a causa del secreto que se exigía a aquellos que eran iniciados. Se consideraba también que Isis había dado leyes a los egipcios respecto a ello. Ya se ha visto en el primer libro que Dánao llevó una colonia desde Egipto a Grecia y que estaba al corriente del arte hermético.
Los misterios eleusinos eran los más sagrados entre los paganos. Se cuentan diversas razones que obligaron a tenerlos en secreto. Los misterios, dice Varrón, se tienen encerrados en el silencio y cercados mediante muros por donde ellos pasan. O sea, por el silencio, de manera que no esté permitido a quien quiera que sea el divulgarlos, por eso deben de suceder dentro del cerco de los muros, a fin de que sólo sean vistos y conocidos por ciertas personas.
Tomas de Valois, en su comentario sobre la Ciudad de Dios de San Agustín,
[1] dice: Tres razones obligaron a los demonios y a los sacerdotes a hacer un secreto de sus ceremonias. La primera porque hubiera sido fácil que se las hubiera tomado por una bribonada, si estas ceremonias hubieran sido públicas y todo el mundo hubiera podido opinar de ellas. La segunda es que estos misterios encerraban el origen de sus dioses y lo que habían sido en efecto. Qué había sido Júpiter, por ejemplo, cuando y cómo se había empezado a adorarle, y así los otros. Si se hubiera divulgado todo esto entre el pueblo, hubiera despreciado a estos pretendidos dioses y el temor que les inspiraban se hubiera desvanecido, lo que produciría el desorden del estado. La tercera razón es lo que pasaba en secreto, pues eran cosas que horrorizarían al pueblo si llegaran a su conocimiento. Esta es la razón que se imaginaba del por qué la estatua de Harpócrates, dios del silencio, se ponía en la entrada de casi todos los templos donde Isis y Serapis eran adorados.
Estas razones de Valois parecen bastante probables, por lo menos en los tiempos en que los abusos se habían introducido en la celebración de estos misterios y donde la idolatría había llegado a su cumbre. Pero ¿podían haber tenido lugar en el tiempo en el que s
e instituyeron estas ceremonias? Y así mismo ¿se ha de creer que en los

tiempos posteriores, en el siglo de Herodoto, estas ceremonias estuvieran acompañadas de estos exe
crables homicidios? Si esto hubiera sido así ¿se hubiera expresado este autor en los términos que hemos recordado anteriormente? Además, de lo que se trata es del fondo de los misterios de Eleusis y no de los accidentales abusos que la ceguera y la ignorancia de las intenciones del institutor hayan introducido allí. Si se pone atención a todas las circunstancias de estos misterios, se convencerá uno de que la segunda razón de Tomas Valois es la única que haya obligado a no descubrirlos más que a los iniciados y a crear de ello un misterio para el resto del pueblo. Las otras dos razones han nacido con los abusos mismos. La alegoría de Saturno que había devorado a sus hijos ha hecho que los supersticiosos, tomando la fábula al pie de la letra, se imaginaran que los hombres inmolados en su honor le serían más agradables que ninguna otra víctima. Les parecía que Marte, el dios de la guerra, solamente se complacía con la sangre humana. Pero ¿se

podría tener la misma idea de la diosa de la agricultura, del dios del vino y de la madre del amor y la voluptuosidad? ¿Podía ser la intención del institutor el inducir a los iniciados a la licencia y el libertinaje, puesto que se exigía mucha moderación y así mismo una severa castidad tanto a los mistos como a las mujeres que presidían las solemnidades de la diosa Ceres?
Los misterios eleusinos eran de dos clases, los grandes y los pequeños, y para ser iniciado tanto en los unos como en los otros era necesario ser capaz de guardar un gran secreto. Los pequeños servían de noviciado preliminar antes de ser admitido en los grandes. Los primeros se celebraban en Agra, cerca de Atenas; los grandes en Eleusis. El tiempo de prueba duraba cinco años, y era preciso guardar castidad durante este tiempo. Tras las pruebas se llegaba a ser mystes (misto, iniciado en los misterios), o al estado de ser epopte (maestro de ceremonias), es decir testigo de las ceremonias más secretas, y aunque se fuera iniciado o recibido como epopte, no se estaba al corriente de todo, pues los sacerdotes se reservaban el conocimiento de muchas cosas.
La fiesta de iniciación duraba nueve días. Cada día tenía sus ceremonias particulares; las del primero, segundo y tercero sólo eran preparatorias.
El cuarto día se hacía arrastrar un carro por dos bueyes, cuyas ruedas no tenían radios pues estaban hechas más o menos como un tambor. A continuación, y tras el carro, marchaban dos mujeres gritando buen día, madre Dio, y llevaban unos cofrecitos o ca

nastas donde habían pasteles, lana blanca, granadas y adormideras. Sólo estaba permitido mirar este carro a los iniciados, los otros estaban obligados a retirarse de las ventanas, mientras pasaba. El quinto se marchaba durante toda la noche, según dice el abad Banier, para imitar a la búsqueda que Ceres hizo de su hija Proserpina, después de que Plutón la raptara. El sexto se conducía desde Eleusis a Atenas la estatua de un gran joven coronado de mirto y llevando una antorcha en la mano. Se acompañaba a esta estatua, llamada Iacchos, con grandes gritos de alegría y con danzas. El séptimo, el octavo y el noveno eran empleados en iniciar a aquellos que no lo habían sido, en acciones de gracias o en súplicas que se hacían a Ceres.
Tales eran estos grandes misterios de Grecia, en los cuales dice la fábula que Hércules y el mismo

Esculapio quisieron ser iniciados. Se recomendaba extremadamente mantenerlo en secreto por que ello encerraba el desenlace de la alegoría histórica de Ceres, de su hija, etc.
Las fiestas en honor a Ceres eran una imitación de las que se habían instituido en Egipto en honor a Isis, en consecuencia, es allí donde se ha de buscar la intención de los institutores.
El secreto del que se hacía un misterio en las fiestas de Ceres, debía de ser el mismo que aquel que se recomendaba, bajo pena de muerte, a los sacerdotes egipcios. Ya hemos dicho en el primer libro en qué consistía este secreto, es inútil repetirlo aquí. Los filósofos herméticos hacen de ello tan gran misterio que es casi imposible descubrirlo, si Dios o un amigo de corazón no lo revela, como dicen ellos mismos. Harpócrates apoyando su dedo sobre la boca anunciaba, desde la entrada del templo, el secreto que allí se guardaba. Sólo los iniciados tenían permiso de entrar en el santuario de estos templos.

[1] . S. Agustín, Lib. 4, cap. 31.

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