viernes, enero 19, 2007

La Luz (del Tratado de Física)



El origen de la luz nos prueba su naturaleza espiritual. Antes de que la materia comenzara a recibir su forma, Dios formó la luz, esta se propagó inmediatamente en la materia, que le sirvió como de mecha para su conservación. La manifestación de la luz fue, pues, como el primer acto que Dios ejerció sobre la materia, el primer matrimonio del creador con la criatura, y el del espíritu con el cuerpo.
Extendida primeramente por todo, la luz parece reunirse en el Sol, como si muchos rayos se reunieran en un punto. La luz del Sol es en consecuencia un espíritu luminoso, unido inseparablemente a este astro, cuyos rayos se revisten de partes del éter para volverse sensibles a nuestros ojos. Estos son los raudales que manan de una fuente inagotable y que se extienden en la vasta extensión de todo el Universo. Sin embargo no se ha de concluir de ello que estos rayos sean puramente espirituales. Estos se corporifican con el éter como la llama con el humo. Suministremos en nuestros hornos un alimento perpetuamente humoso y tendremos una perpetua llama.
La naturaleza de la luz es de fluir sin cesar, y estamos convencidos al llamar rayos a estas efusiones del Sol mezcladas con el éter. No se ha de confundir, pues, la luz con el rayo o la luz con el esplendor y la claridad. La luz es la causa, la claridad el efecto. Cuando una bujía encendida se extingue, el espíritu ígneo y luminoso que inflama la mecha, no se pierde, como se cree comúnmente. Su acción sólo desaparece cuando el alimento le falta o cuando se le retira. Se expande en el aire que es el receptáculo de la luz y de las naturalezas espirituales del mundo material. Así como los cuerpos vuelven, mediante la resolución, a la materia de donde tienen su origen, así mismo también las formas naturales de los individuos vuelven a la forma universal o a la luz, que es el espíritu vivificante del Universo. No se debe confundir este espíritu con los rayos del Sol, puesto que ellos no son más que el vehículo. Él penetra hasta el centro mismo de la tierra, aún cuando el Sol no esté sobre nuestro horizonte.
La luz es para nosotros una viva imagen de la Divinidad. El amor divino no pudiendo, por así decirlo, contenerse en sí mismo, es como expandido fuera de él y multiplicado en la creación. La luz no se encierra tampoco en los cuerpos luminosos, ella se expande y se multiplica, es como Dios una fuente inagotable de bienes. Se comunica sin cesar y sin ninguna disminución; así mismo parece tomar nuevas fuerzas mediante esta comunicación, como un maestro que enseña a sus discípulos los conocimientos que tiene, sin perderlos e imprimiéndolos por más tiempo en su espíritu.
Este espíritu ígneo traído a los cuerpos por los rayos se distingue muy fácilmente. Estos se comunican igualmente aunque se encuentren en su camino algún cuerpo opaco que detenga su curso. Penetra los cuerpos más densos, puesto que se siente el calor en el lado del muro opuesto al del lado donde recaen los rayos, aunque no hayan podido penetrar allí. Este calor subsiste aún después de que los rayos hayan desaparecido con el cuerpo luminoso. Todo cuerpo diáfano, el vidrio particularmente, transmite este espíritu ígneo y luminoso sin transmitir sus rayos, esto es porque el aire que está detrás suministrando un nuevo cuerpo a este espíritu, deviene iluminado y forma nuevos rayos que se extienden como los primeros. Además todo cuerpo diáfano, sirviendo de medio para transmitir este espíritu, se encuentra no solamente esclarecido sino que se vuelve luminoso, y este aumento de claridad se manifiesta fácilmente a los que ponen un poco de atención. Este aumento de esplendor no llegaría si el cuerpo diáfano transmitiera los rayos tal como los ha recibido.
El señor Pott parece haber adoptado estas ideas de los filósofos herméticos sobre la luz, en su Ensayo de Observaciones Químicas y Físicas, sobre las propiedades y los efectos de la luz y del fuego. Se encuentra perfectamente con Espagnet, del que analizo aquí sus sentimientos, y que vivió hace cerca de un siglo y medio. Las observaciones que este sabio profesor de Berlín aporta, concurren todas en probar la verdad de lo que hemos dicho hasta aquí. Él llama a la luz el gran y maravilloso agente de la naturaleza. Dice que su substancia, a causa de la tenuidad de sus partes, no puede ser examinada por el número, por la medida ni por el peso; que la química no puede exponer su forma exterior, porque en ninguna substancia puede ser concebida, y aún menos expresada, cómo son anunciadas su dignidad y su excelencia en la Escritura santa, donde Dios se hace llamar con el nombre de luz y de fuego, puesto que allí está dicho que Dios es una luz, que permanece en la luz, que la luz es su vestido, que la vida está en la luz, que hace a sus ángeles llamas de fuego, etc., y en fin, que muchas personas observan la luz más bien como un ser espiritual que como una substancia corporal.
Reflexionando sobre la luz, la primera cosa, dice este autor, que se presenta a mis ojos y a mi espíritu es la luz del Sol, y presumo que el Sol es la fuente de toda la luz que se encuentra en la naturaleza, ya que toda la luz entra allí como en su círculo de revolución y que de allí es de nuevo reenviada sobre todo el globo. No pienso, añade, que el Sol contenga un fuego ardiente y destructivo; sino que encierra una substancia luminosa, pura, simple y concentrada, que lo aclara todo. Miro la luz como una substancia, que alegra, que anima y que produce la claridad; en una palabra, la observo como el primer instrumento que Dios puso y pone aún en obra en la naturaleza. De ahí viene el culto que algunos paganos han rendido al Sol; de ahí la fábula de Prometeo que roba el fuego en el Cielo para comunicarlo a la tierra.
Sin embargo el señor Pott no aprueba, no en apariencia sino que lo hace en realidad, el sentimiento de los que hacen del éter un vehículo de la materia de la luz, porque multiplican, dice, los seres sin necesidad. Pero si la luz es un ser tan simple como él declara, ¿podrá manifestarse de otra forma que mediante alguna substancia sensible? Ella tiene la propiedad de penetrar muy sutilmente los cuerpos por su tenuidad superior a la del aire y por su movimiento progresivo, el más rápido que se puede imaginar, pero él no osa determinar si es de substancia espiritual, aunque sea cierto que el principio motor es tan antiguo como esta substancia misma.
El movimiento, como movimiento, no produce la luz, pero la manifiesta en las materias convenientes. Sólo se muestra en los cuerpos móviles, es decir, en una materia extremadamente sutil, fina y propia al movimiento precipitado, ya sea porque esta materia se derrama inmediatamente del Sol o de su atmósfera y penetra hasta nosotros, ya sea, lo que parece más verosímil, que el Sol pone en movimiento estas materias extremadamente sutiles de las que nuestra atmósfera está llena. He aquí pues un vehículo de la luz, vehículo que no difiere en nada del éter, puesto que este erudito añade más abajo: es pues también allí la causa del movimiento de la luz que obra sobre nuestro éter y que nos viene principalmente y más eficazmente del Sol. Este vehículo no es pues, como según dice él, un ser multiplicado sin necesidad.
Él distingue muy bien el fuego de la luz y señala la diferencia del uno y del otro, pero después de haber dicho que la luz produce la claridad, confunde aquí esta última con el principio luminoso, como se puede concluir de las experiencias que aporta. Yo habría concluido que hay allí un fuego y una luz que no queman, es decir, que no destruyen los cuerpos a los que son adheridos, pero no que haya una luz sin fuego. La falta de distinción entre el principio y la causa del resplandor y de la claridad y el efecto de esta causa es la fuente de una infinidad de errores sobre esta materia. Puede ser que esto fuera una falta del traductor que hubiera empleado indiferentemente los términos de luz y de claridad como sinónimos. Soy bastante partidario de creer esto, puesto que Pott, inmediatamente después de haber aportado diversos fenómenos de las materias fosfóricas, la madera podrida, los gusanos luminosos, la arcilla calcinada y frotada, etc., dice que la materia de la luz en su pureza o separada de todo cuerpo, no se deja percibir y que sólo la tratamos rodeada de una envoltura y que sólo conocemos su presencia por inducción. Esto es distinguir propiamente la luz de la claridad que es el efecto. Con esta distinción vuelve fácilmente razonable una infinidad de fenómenos muy difíciles de explicar sin ésta.
El calor, aunque efecto del movimiento, es como identificado con él. La luz siendo el principio del fuego lo es del movimiento y del calor. Éste es sólo un grado menor del fuego, o el movimiento producido por un fuego muy moderado, o muy alejado del cuerpo afectado. Es a este movimiento que el agua debe su fluidez, puesto que sin esta causa sería hielo. No se debe confundir, pues, el fuego elemental con el fuego de las cocinas y observar que el primero sólo se vuelve fuego actual y ardiente cuando es combinado con las substancias combustibles, por él mismo no da ni llama, ni luz. Así el flogístico o substancia oleosa, sulfurosa, resinosa, no es el principio del fuego, sino la materia propia para mantenerlo, alimentarlo y para manifestarlo.
Los razonamientos de Pott prueban que el sentimiento de Espagnet y de otros filósofos herméticos sobre el fuego y la luz, es un sentir razonable y muy conforme a las observaciones físico-químicas más exactas, puesto que están de acuerdo con este erudito profesor de química de la Academia de las Ciencias y Bellas Letras de Berlín. Estos filósofos conocen, pues, la naturaleza, y si la conocen ¿por qué no probar, más bien, levantar el oscuro velo bajo el cual han ocultado sus procedimientos, mediante sus discursos enigmáticos, alegóricos y fabulosos, antes que despreciar sus razonamientos, puesto que parecen inteligibles, o acusarles de ignorancia y de mentira?





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