martes, enero 23, 2007

El movimiento (final del Tratado de Física)


No hay ningún reposo real propiamente dicho en la naturaleza.[1] No puede permanecer ociosa, si dejara suceder el reposo real al movimiento durante un sólo instante, toda la máquina del Universo caería en la ruina. El movimiento la ha sacado como de la nada, el reposo la sumergiría allí de nuevo. A lo que nosotros damos el nombre de reposo no es más que un movimiento menos acelerado, menos sensible. El movimiento es, pues, continuo en cada parte como en el todo. La naturaleza obra siempre en el interior de los mixtos; los mismos cadáveres no están en reposo, puesto que se corrompen y la corrupción no puede hacerse sin movimiento.
El orden y la uniformidad reinan en la manera de mover la máquina del mundo, pero tiene diversos grados en este movimiento, que es desigual y diferente en las cosas diferentes y desiguales. La misma geometría exige esta ley de desigualdad y se puede decir que los cuerpos celestes tienen un movimiento igual en razón geométrica, a saber, relativamente a su tamaño, su distancia y su naturaleza. Fácilmente percibimos en el curso de las estaciones que las vías que la naturaleza emplea sólo difieren entre ellas en apariencia. Durante el invierno parece sin movimiento, muerta o por lo menos adormecida. Sin embargo es durante esta muerta estación que prepara, digiere, incuba las simientes y las dispone para la generación. Ella da a luz, por así decirlo, en la primavera, nutre y cría en verano, así mismo madura ciertos frutos y reserva otros para el otoño, cuando estos tienen necesidad de una digestión más larga. Al final de esta estación todo se vuelve caduco para disponerse a una nueva generación.
El hombre experimenta en esta vida los cambios de estas cuatro estaciones. Su invierno no es el tiempo de la vejez, como se dice comúnmente, es el que pasa en el vientre de su madre sin acción y como en las tinieblas, porque no ha gozado aún de los beneficios de la luz solar. A penas ha visto el día empieza a crecer, entra en su primavera, que dura hasta que él sea capaz de madurar sus frutos. Su verano sucede entonces, se fortifica, digiere, cuece el principio de vida que deberá dar a otros. Su fruto está maduro, domina el otoño, se vuelve seco, marchita, se inclina hacia el principio donde su naturaleza lo arrastra, cae allí, muere y no más.
De la distancia desigual y variada del Sol procede particularmente la variedad de las estaciones. El filósofo que quiere aplicarse en imitar los procedimientos de la naturaleza en las operaciones de la gran obra, debe meditarlos muy seriamente. No entraré aquí en los detalles de los diferentes movimientos de los cuerpos celestes. Moisés ha explicado lo que concierne al globo que habitamos. No ha dicho casi nada de las otras criaturas, sin duda a fin de que la curiosidad humana encontrara antes materia de admiración que argumentos de disputa. El deseo desordenado de todo saber tiraniza sin embargo aún al débil espíritu del hombre. No sabe conducirse y es lo suficiente loco como para prescribir al Creador las reglas para conducir el universo. Forja sistemas y habla en un tono tan decisivo que se diría que Dios lo ha consultado para sacar al mundo de la nada y que ha sugerido al Creador las leyes que conservan la armonía de su movimiento general y particular. Afortunadamente los razonamientos de estos pretendidos filósofos no influyen en nada sobre esta armonía. Deberíamos saber, en lugar de temer las consecuencias de ello, también fastidiosas para nosotros, que las que se sacan de sus principios son ridículas. Tranquilicémonos, el mundo irá a su paso durante el tiempo que le complazca conservarlo a su Autor. No perdamos el tiempo de una vida tan corta como la nuestra en disputar sobre las cosas que ignoramos. Apliquémonos más bien en buscar el remedio a los males que nos agobian, en rogar a aquel que ha creado la medicina de la tierra, para que nos la haga conocer y después de habernos favorecido con este conocimiento lo usemos nada más que para la utilidad de nuestro prójimo, por amor hacia el Ser soberano al que sólo a Él se ha de rendir gloria en todos los siglos de los siglos.

[1] . Cosmopolita. Tratado, 4.




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