Los tiempos de la piedra están indicados, –dice Espagnet– por el agua filosófica y astronómica. La primera obra al blanco debe ser terminada en la casa de la Luna; la segunda en la segunda casa de Mercurio. La primera obra al rojo, en el segundo domicilio de Venus y la segunda o última en la casa de exaltación de Júpiter, pues es de él que nuestro rey debe de recibir su cetro y su corona adornada de preciosos rubíes.Filaleteo[1] no deja de recomendar al artista que se instruya en los pesos, la medida del tiempo y del fuego; dice que no tendrá éxito jamás si ignora, en cuanto a la medicina de tercer orden, las cinco cosas siguientes.
Los filósofos reducen los años a meses, los meses a semanas y las semanas a días. Toda cosa seca bebe ávidamente la humedad de su especie. Ella actúa sobre esta humedad, después de que es imbibida, con mucha más fuerza y actividad que anteriormente. Cuanto más tierra haya y menos agua, la solución será más perfecta. La verdadera solución natural sólo puede hacerse con dos cosas de la misma naturaleza y lo que disuelve la Luna también lo disuelve el Sol.
En cuanto al tiempo determinado y su duración para la perfección de la obra, ciertamente no se puede concluir nada de lo que dicen los filósofos, porque unos, al determinarlo, no hablan de aquel que se ha de emplear en la preparación de los agentes; otros sólo tratan del elixir; otros mezclan las dos obras; los que hacen mención de la obra al rojo no hablan siempre de la multiplicación; otros sólo hablan de la obra al blanco; otros tienen su intención particular. Es por lo que se encuentra tantas diferencias en las obras sobre esta materia. Uno dice que es preciso doce años, otro diez, siete, tres, uno y medio, quince meses, otras veces es un cierto número de semanas. Un filósofo ha intitulado su obra La obra de tres días. Otro ha dicho que sólo eran precisos cuatro. Plinio el naturalista dice que el mes filosófico es de cuarenta días. En fin, todo es un misterio en los filósofos.
[1] . I. Filaleteo, Entrada abierta al palacio cerrado del Rey, p. 156.
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