martes, febrero 27, 2007

Las Fábulas Egipcias, Introducción (4)

Los antiguos autores nos enseñaron que Hermes enseñó a los egipcios el arte de los metales y la alquimia. El padre Kircher, apoyándose en el testimonio de la historia y de toda la antigüedad, decía que Hermes había velado el arte de hacer oro bajo la sombra de enigmas y jeroglíficos, los mismos jeroglíficos que servían para evitar al pueblo el conocimiento de los misterios de Dios y de la naturaleza. Es tan patente –dice este autor–[1] que estos primeros hombres poseían el arte de hacer oro, ya sea sacándolo de toda clase de materias, ya sea transmutando los metales, que aquel que dudara de ello o quisiera negarlo se mostraría perfectamente ignorante en la historia. Los sacerdotes, los reyes y los jefes de familia eran los únicos instruidos. Este arte fue conservado siempre en un gran secreto y los que eran poseedores de este guardaban siempre un profundo silencio al respecto, por miedo a que los laboratorios y el santuario más oculto de la naturaleza, fueran descubiertos al pueblo ignorante, volviendo este conocimiento en perjuicio y en ruina de la república. El ingenioso y prudente Hermes previniendo este peligro que amenazaba al Estado, tuvo razón, pues, al ocultar este arte de hacer oro bajo los mismos velos y las mismas oscuridades jeroglíficas que servían para ocultar al pueblo profano la parte de la filosofía que concernía a Dios, los ángeles y al Universo.
El padre Kircher no es sospechoso respecto a este tema, puesto que ha discutido contra la piedra filosofal en todas las circunstancias en las que ha tenido ocasión de hablar. Es preciso, pues, que la evidencia y la fuerza de la verdad le hayan arrancado tales declaraciones, si no fuera así sería difícil conciliarlo con él mismo. Dice en su prefacio sobrde la alquimia de los egipcios: Algún Aristarco se levantará sin duda contra mí porque me propongo hablar de un arte que muchos consideran odioso, engañoso, sofístico y lleno de supercherías, sin embargo muchos otros tienen una idea de él como de una ciencia que manifiesta el más alto grado de la sabiduría divina y humana. Pero aunque se enfaden porque me he propuesto explicar, en calidad de Edipo, todo lo que los egipcios han velado bajo sus jeroglíficos, debo tratar de esta ciencia que tenían sepultada en las mismas tinieblas de los símbolos. No es que yo lo apruebe o que piense que se puede sacar de esta ciencia alguna utilidad en cuanto a la parte que concierne al arte de hacer oro, sino porque toda la respetable antigüedad habla de ello y nos lo ha transmitido bajo el sello de una infinidad de jeroglíficos y de figuras simbólicas. Es cierto que de todas las artes y de todas las ciencias que provocan la curiosidad humana a las cuales el hombre se aplica, no he conocido ninguna que haya sido atacada con más fuerza y que haya sido mejor defendida.

Él aporta en el curso de la obra un gran número de testimonios de antiguos autores, para probar que esta ciencia era conocida por los egipcios, que Hermes la enseñó a los sacerdotes y que era de tal manera un honor en aquel país que era un crimen merecedor de muerte divulgarlo a otros que no fueran los sacerdotes, reyes y filósofos de Egipto.
El mismo autor concluye, a pesar de todos estos testimonios,[2] que los egipcios no conocían la piedra filosofal y que sus jeroglíficos no tenían como objeto su práctica. Es sorprendente que habiéndose tomado la molestia de leer a los autores que tratan de ello, para explicar mediante ellos el jeroglífico hermético del cual muestra la figura y que copiándolas, por así decirlo, palabra por palabra a este efecto, tales como son los Doce tratados del Cosmopolita y el de la Obra secreta de la Filosofía de Hermes de Espagnet, etc., Kircher ose sostener que esta figura y los otros jeroglíficos no muestran la piedra filosofal, de la que los autores que acabo de citar tratan, como se dice exprofeso. Puesto que todo lo que estos autores dicen concierne a la piedra filosofal, Kircher sólo ha debido de emplear sus razonamientos para este objeto. Los egipcios –dice– no tenían en vistas la práctica de esta piedra y si tocaban alguna cosa de la preparación de los metales que desvele los tesoros más secretos de los minerales, no entendían por ello lo que los alquimistas antiguos y modernos entienden; sino que indicaban una cierta sustancia del mundo inferior análoga al Sol, dotada de excelentes virtudes y de propiedades sorprendentes, que están por encima de la inteligencia humana, es decir, una quintaesencia oculta en todos los mixtos, impregnada de la virtud del espíritu universal del mundo, y aquel que, inspirado por Dios y esclarecido por sus divinas luces, encontrara el medio de extraerla, se volvería mediante ella exento de todas las enfermedades y llevaría una vida llena de dulzura y satisfacciones. No era, pues, de la piedra filosofal que hablaban, sino del elixir, que es de lo que acabo de hablar.
Si lo que acabamos de aportar de Kircher no es precisamente referente a la piedra ticos, antiguos o modernos, fue siempre el de extraer de un cierto sujeto, por las vías naturales, este elixir o esta quintaesencia de la que habla Kircher, y operar siguiendo las leyes de la naturaleza, de manera que separándola de las partes heterogéneas en las cuales está envuelta, se pueda poner en estado de actuar sin obstáculos, para liberar a los tres reinos de la naturaleza de sus enfermedades, lo que casi no sabría negar que fuera posible, puesto que este espíritu universal siendo el alma de la naturaleza y la base de todos los mixtos, les es perfectamente análogo, como él lo es por sus efectos y sus propiedades con el Sol, es por lo que los filósofos dicen que el Sol es su padre y la Luna su madre.
filosofal, yo no se en qué consiste. El objetivo de los filósofos hermé
[1] . Kircher, Oedypus Aegypto. T. II, p. 2 de Alquymia, cap. 1.
[2] . Kircher, ibidem. cap. 7.

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