Aunque hayamos hablado bastante del fuego a lo largo de los principios de la física que preceden a este tratado, a propósito de ello aun diré dos palabras, para quien observe la obra. Conocemos tres clases de fuego, el celeste, el fuego de nuestras cocinas y el fuego central. El primero es muy puro, simple y no arde por él mismo; el segundo es impuro, espeso y ardiente; el central es puro en él mismo, pero está mezclado y temperado. El primero es ingenerado y luce sin arder; el segundo es destructivo y arde luciendo, en lugar de engendrar; el tercero engendra y alumbra algunas veces sin arder, y arde algunas veces sin alumbrar. El primero es dulce; el segundo es acre y corrosivo; el tercero es salado y dulce. El primero es por él mismo sin color y sin olor; el segundo es hediondo y coloreado, según su alimento; el tercero es invisible, aunque de todos los colores y de todos los olores. El celeste sólo es conocido por sus operaciones; el segundo por los sentidos y el central por sus cualidades.
El fuego es muy vivo en el animal, estúpido y ligado en el metal, temperado en el vegetal, hirviente y muy ardiente en los vapores minerales. El fuego celeste tiene por esfera la región etérea, desde donde se hace sentir hasta nosotros. El fuego elemental tiene por morada la superficie de la tierra y nuestra atmósfera; el fuego central está albergado en el centro de la materia. Este último es tenaz, viscoso, glutinoso y es innato en la materia, es digerente, madurante, ni cálido ni ardiente al tocarlo; se disipa y consume muy poco, porque su calor es temperado por el frío. El fuego celeste es sensible, vital, activo en el animal, muy cálido al tocarlo, menos digerente y se exhala sensiblemente. El elemental es destructivo, de una voracidad increíble; hiere los sentidos, quema, no digiere ni cuece y no engendra nada. En el animal es lo que los médicos llaman calor febril y contra natura; consume o divide el humor radical de nuestra vida. El celeste pasa a la naturaleza del fuego central, se vuelve interno, engendrando; el segundo es externo y separante; el central es interno, unificante y homogéneo.
La luz o el fuego del Sol cubierta por los rayos del éter, concentrados y reverberados sobre la superficie de la tierra, toma la naturaleza del fuego elemental, o de nuestras cocinas. Éste pasa a la naturaleza del fuego celeste a fuerza de dilatarse y se vuelve central a fuerza de concentrarse en la materia. Tenemos un ejemplo de
los tres fuegos en una bujía encendida, su luz en su expansión representa el fuego celeste; su llama el fuego elemental y la mecha el fuego central.
Como el fuego del animal es de una disipación increíble, del cual lo más grande se hace por la transpiración insensible, los filósofos buscan estudiosamente algún medio de reparar esta parte, y sintiendo mucho que esta reparación no puede hacerse porque es impuro y corruptible como el animal mismo, han recurrido a una materia donde este calor requerido fue concentrado abundantemente. El arte de la medicina no pudiendo impedir esta pérdida, e ignorando los medios resumidos de repararla, se ha contentado en dirigirse a los accidentes que destruyen nuestra substancia, que vienen o de los vicios de los órganos, o de la intemperancia de la sangre, de los espíritus, de los humores, de su abundancia o de su escasez, de donde sigue infaliblemente la muerte, si no se aporta un remedio eficaz, que los médicos mismos sólo pueden conocer imperfectamente.
El fuego es muy vivo en el animal, estúpido y ligado en el metal, temperado en el vegetal, hirviente y muy ardiente en los vapores minerales. El fuego celeste tiene por esfera la región etérea, desde donde se hace sentir hasta nosotros. El fuego elemental tiene por morada la superficie de la tierra y nuestra atmósfera; el fuego central está albergado en el centro de la materia. Este último es tenaz, viscoso, glutinoso y es innato en la materia, es digerente, madurante, ni cálido ni ardiente al tocarlo; se disipa y consume muy poco, porque su calor es temperado por el frío. El fuego celeste es sensible, vital, activo en el animal, muy cálido al tocarlo, menos digerente y se exhala sensiblemente. El elemental es destructivo, de una voracidad increíble; hiere los sentidos, quema, no digiere ni cuece y no engendra nada. En el animal es lo que los médicos llaman calor febril y contra natura; consume o divide el humor radical de nuestra vida. El celeste pasa a la naturaleza del fuego central, se vuelve interno, engendrando; el segundo es externo y separante; el central es interno, unificante y homogéneo.
La luz o el fuego del Sol cubierta por los rayos del éter, concentrados y reverberados sobre la superficie de la tierra, toma la naturaleza del fuego elemental, o de nuestras cocinas. Éste pasa a la naturaleza del fuego celeste a fuerza de dilatarse y se vuelve central a fuerza de concentrarse en la materia. Tenemos un ejemplo de
los tres fuegos en una bujía encendida, su luz en su expansión representa el fuego celeste; su llama el fuego elemental y la mecha el fuego central.
Como el fuego del animal es de una disipación increíble, del cual lo más grande se hace por la transpiración insensible, los filósofos buscan estudiosamente algún medio de reparar esta parte, y sintiendo mucho que esta reparación no puede hacerse porque es impuro y corruptible como el animal mismo, han recurrido a una materia donde este calor requerido fue concentrado abundantemente. El arte de la medicina no pudiendo impedir esta pérdida, e ignorando los medios resumidos de repararla, se ha contentado en dirigirse a los accidentes que destruyen nuestra substancia, que vienen o de los vicios de los órganos, o de la intemperancia de la sangre, de los espíritus, de los humores, de su abundancia o de su escasez, de donde sigue infaliblemente la muerte, si no se aporta un remedio eficaz, que los médicos mismos sólo pueden conocer imperfectamente.
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