sábado, febrero 24, 2007

Fábulas y Jeroglíficos egipcios (introducción-1)

Todo en los egipcios tenía un aire de misterio, según el testimonio de San Clemente de Alejandría.[1] Sus casas, sus templos, sus instrumentos, los hábitos que llevaban tanto en las ceremonias de su culto como en las pompas y las fiestas públicas, sus mismos gestos eran símbolos y representaciones de alguna cosa grande. Habían tomado esta manera de hacer de las instrucciones del más gran hombre que jamás se haya parido. Él mismo era egipcio, llamado Thot o Phtah por sus compatriotas, Taut por los fenicios,[2] y Hermes Trismegisto por los griegos. La naturaleza parecía haberlo escogido como favorito y en consecuencia le había prodigado todas las cualidades necesarias para estudiarla y conocerla perfectamente; Dios le había infundido, por así decirlo, las artes y las ciencias a fin de que instruyese al mundo entero.
Viendo que la superstición estaba introducida en Egipto y que ésta había oscurecido las ideas que sus padres les habían dado de Dios, pensó seriamente en prevenir de la idolatría que amenazaba en colarse insensiblemente en el culto divino. Pero sintió que el propósito no era descubrir los misterios más sublimes de la naturaleza y de su Autor a un pueblo tan poco capaz de ser impresionado por su grandeza, como poco susceptible de su conocimiento. Convencido de que más pronto o más tarde este pueblo abusaría de ello, pensó inventar símbolos tan sutiles y tan difíciles de entender que sólo los sabios y los genios más penetrantes fueran los que pudieran ver claro, mientras que el común de los hombres sólo encontrara allí motivo de admiración. Tenía sin embargo el deseo de transmitir sus ideas claras y puras a la posteridad y no quiso dejarlas a la adivinación sin determinar su significado y sin comunicarlas a algunas personas. Por esta razón eligió un cierto número de hombres que reconoció como los más apropiados para ser depositarios de su secreto y esto solamente entre los que podían aspirar al trono. Los estableció como sacerdotes del Dios viviente, tras haberlos reunido e instruido en todas las ciencias y las artes, explicándoles lo que significaban los símbolos y los jeroglíficos que había imaginado. El autor hebreo del libro que lleva por título la Casa de Melkisedec habla de Hermes en estos términos:La casa de Canaan vio salir de su seno a un hombre de una sabiduría consumada, llamado
Adris o Hermes. Instituyó la primera de las escuelas, inventó las letras y las ciencias matemáticas, enseñó a los hombres el orden del tiempo; les dio las leyes, les mostró la manera de vivir en sociedad y llevar una vida dulce y graciosa; aprendieron de él el culto divino y todo lo que podía contribuir en hacerles vivir dichosamente, de manera que todos los que él tomó se volvieron recomendables en las artes y las ciencias aspirando a llevar el mismo nombre de Adris.
Entre el número de estas artes y ciencias había una que sólo comunicó a los sacerdotes a condición de que la guardaran para ellos en secreto inviolable. Y les obligó bajo juramento a divulgarlo solamente a aquellos que, tras una larga prueba, hubieran sido encontrados dignos de sucederles; los mismos reyes les prohibieron revelarlo bajo pena de muerte. Este arte era llamado el Arte de los Sacerdotes, como lo aprendemos de Salamas,[3] de Mahumet Ben Almaschaudí en Gelaldino,[4] de Ismael Sciachinfeia y de Gelaldino mismo. Alkandi hace mención de Hermes en los términos siguientes: En el tiempo de Abraham vivió en Egipto Hermes o Idris segundo, que la paz esté sobre él, y se le dio el sobrenombre de Trismegisto, porque era profeta, rey y filósofo. Enseñó el arte de los metales, la alquimia, la astrología, la magia, la ciencia de los espíritus [...] Pitágoras, Bentocles (Empedocles), Arquelao el sacerdote, Sócrates, orador y filósofo, Platón autor político y Aristóteles el lógico, sacaron su ciencia de los escritos de Hermes. Eusebio declara expresamente que, según Manethón, Hermes fue el institutor de los jeroglíficos, que los redujo en orden y los desveló a los sacerdotes, que Manethón, gran sacerdote de los ídolos, los explicó en lengua griega a Ptolomeo Filadelfo. Estos jeroglíficos eran considerados como sagrados y los tenían ocultos en los lugares más secretos de los templos.[5]
El gran secreto que observaron los sacerdotes y las altas ciencias que profesaban les hicieron ser considerados y respetados por todo Egipto, no obstante durante largos años no tuvieron ninguna comunicación con los extranjeros, hasta que les fue dada la libertad de comercio. Egipto siempre fue considerado como el seminario de las ciencias y de las artes. El misterio que los sacerdotes mantenían irritaba aún más la curiosidad. Pitágoras[6] siempre deseoso de aprender, consintió en sufrir la
circuncisión para estar entre el número de los iniciados. En efecto, era halagüeño para un hombre ser distinguido del común, no por un secreto cuyo objeto habría parecido quimérico, sino por las ciencias reales, que no se podían aprender sin éste, puesto que sólo se comunicaban en el fondo del santuario, y solamente a aquellos que se les había encontrado dignos, por la extensión de su genio y por su honradez.
Pero como las leyes más sabias encuentran siempre prevaricadores y como las cosas mejores instituidas están condenadas a no durar siempre en el mismo estado, las figuras jeroglíficas,
que debían de servir de fundamento inquebrantable para apoyar la verdadera religión y mantenerla en toda su pureza, fueron motivo de caída para el pueblo ignorante. Los sacerdotes obligados a mantener el secreto en lo concerniente a ciertas ciencias, temieron violarlo explicando estos jeroglíficos respecto a la religión, porque sin duda imaginaron que se encontrarían entre las gentes del común suficientes clarividentes como para sospechar que estos jeroglíficos servían al mismo tiempo de velo para algunos otros misterios y que llegarían al extremo de penetrarlos. Era preciso, pues, esquivarlos alguna vez y al dar explicaciones forzadas se convertirían en error. Así mismo añadieron algunos símbolos arbitrarios a los que Hermes había inventado; fabricaron fábulas que seguidamente se multiplicaron e indujeron insensiblemente a la costumbre de considerar como dioses a cosas que sólo se presentaban al pueblo para recordarle la idea de un solo y único Dios viviente.
[1] . Clemente de Alejandría, Estromatas, lib. 6.
[2] . Eusebio, lib. 1, c. 7.
[3] . De mirabili mundi.
[4] . Historia de Egipto.
[5] . Regi magno Ptolomaeo, &c. Eusebio en Sozomenis.
[6] . S. Clemente de Alejandría, Estromatas, lib. I.

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