domingo, febrero 25, 2007

Las Fábulas Egipcias, Introducción (2)

No es sorprendente que el pueblo haya ido a parar ciegamente a ideas tan extravagantes. Poco acostumbrado a reflexionar sobre cosas que no fueran las que se cuidaban de evitar la ruina de sus intereses, o la protección de su vida, dejó a los que tenían más tiempo el cuidado de pensar y de instruirlo. Los sacerdotes sólo razonaban con el pueblo simbólicamente y este lo tomaba todo al pie de la letra. En los comienzos obtuvo ideas correctas sobre Dios y la naturaleza; así mismo es verosímil que la mayoría de ellas las conservara siempre.
Los egipcios que pasaban por ser los más espirituales y los más iluminados de todos los hombres ¿hubieran podido ir a parar a las absurdidades más groseras y a puerilidades tan ridículas como las que se les atribuyen? No se debe de creer lo mismo de aquellos que de entre los griegos fueron a Egipto para ponerse al día de sus ciencias, que sólo se aprendían mediante jeroglíficos. Si los sacerdotes no les desvelaron a todos el secreto del Arte Sacerdotal al menos no les ocultaron lo que concernía a la teología y la física. Orfeo se metamorfoseó, por así decirlo, en Egipto y se apropió de sus ideas y sus razonamientos, hasta el punto que los himnos y lo que ellos encierran,[1] anuncian más bien a un sacerdote egipcio que a un poeta griego. Él fue el primero que transportó a Grecia las
fábulas de los egipcios; pero no es probable que un hombre, al que Diodoro de Sicilia llama el más sabio de los griegos, recomendable por su espíritu y sus conocimientos, haya querido narrar en su patria estas fábulas como realidades. ¿Habrían tenido otros poetas como Homero y Hesíodo la sangre fría de engañar a los pueblos dándoles como verdaderas historias y hechos falsos con unos actores que jamás existieron?
Un discípulo convertido en maestro da comúnmente sus lecciones y sus instrucciones de la misma manera y siguiendo el método que él las recibió. Ellos habían sido instruidos, mediante fábulas, jeroglíficos, alegorías y enigmas, y así mismo las utilizaron. Se trata de misterios, y han escrito misteriosamente. No era necesario advertir a los lectores, incluso los menos clarividentes podían darse cuenta de ello. Es suficiente poner atención a los títulos de las obras de Eumolpo, Meandro, Melantio, Jámblico, Evanto y tantos otros que están llenos de fábulas, para convencerse totalmente de que deseaban ocultar los misterios bajo el velo de estas ficciones y que sus escritos encierran cosas que no se manifiestan a primera vista aunque se haga una lectura muy atenta.
Jámblico se explica así al comienzo de su obra: Los escribanos de Egipto piensan que Mercurio lo había inventado todo, le atribuían todas sus obras. Mercurio preside la sabiduría y la elocuencia; Pitágoras, Platón, Demócrito, Eudoxo y muchos otros fueron a Egipto para instruirse mediante la frecuentación de los sabios sacerdotes de este país. Los libros de los asirios y los egipcios están llenos de las diferentes ciencias de Mercurio y las columnas las presentan a los ojos del público. Están llenas de una doctrina profunda; Pitágoras y Platón sacaron de allí su filosofía.
La destrucción de muchas ciudades y la ruina de casi todo Egipto por Cambises, rey de Persia, dispersó a muchos de los sacerdotes en los países vecinos y en Grecia. Llevaron allí sus ciencias; pero sin duda continuaron enseñándolas a la manera usada entre ellos, es decir, misteriosamente. Al no querer prodigarlas a todo el mundo, las envolvieron aún en las tinieblas de las fábulas y de los jeroglíficos, a fin de que el común, viendo no viera nada y oyendo no comprendiera nada. Todos extrajeron de esta fuente, pero unos sólo tomaban agua pura y limpia mientras que la enturbiaban para los otros que no encontraron allí más que barro. De ahí esta fuente de absurdos que han inundado la tierra durante tantos siglos. Estos misterios ocultos bajo tantas envolturas, mal entendidos y mal explicados, se extendieron en Grecia y de allí por toda la tierra.
 Estas tinieblas, en el seno de las cuales nació la idolatría, se extendieron más y más. La mayor parte de los poetas, poco al corriente de estos misterios en cuanto a su fondo, encarecieron aún más sobre las fábulas de los egipcios y el mal se desarrolló hasta la venida de Jesús-Cristo nuestro Salvador, quien desengañó a los pueblos de los errores en los que estas fábulas les habían arrojado. Hermes había previsto esta decadencia del culto divino y los errores de las fábulas que debían de tomar su lugar:[2] El tiempo vendrá –dice– en que parecerá que los egipcios han adorado inútilmente a la Divinidad con la piedad requerida y que han observado su culto con todo el celo y exactitud que debían... ¡Oh, Egipto! ¡Oh, Egipto! No quedará de tu religión más que las fábulas que se volverán increíbles para nuestros descendientes; las piedras gravadas y esculpidas serán los únicos monumentos de tu piedad.

Es cierto que ni Hermes ni los sacerdotes de Egipto no reconocían una pluralidad de dioses. Que se lea atentamente los himnos de Orfeo, particularmente el de Saturno donde dice que este dios está extendido en todas las partes que componen el Universo y que no ha sido engendrado; que se reflexione sobre el Asclepios de Hermes, sobre las palabras de Parménides el pitagórico, sobre las obras del mismo Pitágoras, se encontrará por todas partes
expresiones que manifiestan su sentimiento sobre la unidad de un Dios, principio de todo, él mismo sin principio, y que todos los otros dioses de los que hacen mención sólo son diferentes denominaciones, ya sea de sus atributos ya sea de las operaciones de la naturaleza. Jámblico es capaz de convencernos de ello por lo que dice de los misterios de los egipcios, cuando sus discípulos le preguntaron cuál pensaba que era la primera causa y el primer principio de todo.
Hermes y los otros sabios, pues, sólo presentaron a los pueblos las figuras de las cosas y de los dioses para manifestarles un sólo y único Dios en todas las cosas, pues aquel que ve la sabiduría,[3] la providencia y el amor de Dios manifestados en este mundo, ve a Dios mismo, puesto que todas las criaturas sólo son espejos que reflejan sobre nosotros los rayos de la sabiduría divina. Se puede ver sobre ello la obra de Paul Ernest Jablonski, donde justifica perfectamente a los egipcios de la idolatría ridícula que se les imputa.[4]
Los egipcios y los griegos no siempre tomaron estos jeroglíficos por puros símbolos de un solo Dios; los sacerdotes, los filósofos de Grecia, los magos de Persia, etc. Fueron los únicos que conservaron esta idea, pero la de la pluralidad de los dioses se acreditó de tal manera entre el pueblo, que los principios de la sabiduría y de la filosofía no siempre fueron tan fuertes como para vencer la timidez de la debilidad humana en aquellos que habrían podido desengañar a este pueblo y hacerle conocer su error. Los filósofos parecían adoptar en público las absurdidades de las fábulas, lo que hizo que un sacerdote de Egipto gimiendo sobre la pueril credulidad de los griegos, dijera un día a algunos: Los griegos son niños y siempre serán niños.[5]
Esta manera de expresar a Dios, sus atributos, la naturaleza, sus principios y sus operaciones fue usada por toda la antigüedad y en todos los países. No se creía que fuera conveniente divulgar al pueblo misterios tan elevados y tan sublimes. La naturaleza del jeroglífico y del símbolo es conducir al conocimiento de una cosa mediante la representación de otra totalmente diferente. Pitágoras, según Plutarco,[6] fue de tal manera embargado de admiración cuando vio la manera en que los sacerdotes de Egipto enseñaban las ciencias que se propuso imitarles; le salió tan bien que sus obras están llenas de equívocos y sus sentencias están veladas mediante rodeos y maneras de expresar muy misteriosas. Moisés, si queremos creer a Ramban,[7] escribió sus libros de una manera enigmática: Todo lo que está contenido en la ley de los hebreos –dice este autor– está escrito en un sentido alegórico o literal, mediante términos que resultan de algunos cálculos aritméticos, o de algunas figuras geométricas de caracteres cambiados o transpuestos o colocados armónicamente siguiendo su valor. Todo esto resulta de las formas de los caracteres, de sus uniones y de sus separaciones, de su inflexión, su curvatura, su rectitud, de lo que les falta, de lo que tienen de más, de su grandeza, de su pequeñez, de su obertura, etc.
Salomón consideró los jeroglíficos, los proverbios y los enigmas como objeto digno de estudio de un hombre sabio, se puede ver las alabanzas que les hace en todas sus obras. El sabio se dará[8] al estudio de las parábolas; se aplicará a interpretar las expresiones, las sentencias y los enigmas de los antiguos sabios. Penetrará[9] en los rodeos y las sutilezas de las parábolas, discutirá los proverbios para descubrir lo que hay allí de más oculto, etc.
Los egipcios no siempre se expresaban mediante jeroglíficos o enigmas, sólo lo hacían cuando era preciso hablar de Dios o de lo que pasa secretamente en las operaciones de la naturaleza; los jeroglíficos de uno no eran siempre los jeroglíficos del otro. Hermes inventó la escritura de los egipcios; no se está de acuerdo en la clase de caracteres que primero puso en uso, pero se sabe que había cuatro clases: la primera[10] eran los caracteres de la escritura vulgar conocida por todo el mundo y empleada en el comercio de la vida. La segunda sólo la usaban entre los sabios, para hablar de los misterios de la naturaleza; la tercera era una mezcla de caracteres y de símbolos; y la cuarta era el carácter sagrado, conocido por los sacerdotes, que sólo la usaban para escribir sobre la Divinidad y sus atributos.

[1] . Kircher. Ob. Pamph. Lib. II, cap. 3. Este testimonio del P. Kircher no ha podido persuadir a los sabios que consideran las obras de Orfeo como supuestas.
[2] . Hermes, Asclepio.
[3] . S. Denis el Aeropagita.
[4] . Jablonski, Pantheon Aegyptiorum. Frankfurt, 1751.
[5] . Platón, Timeo.
[6] . Plutarco, Libro de Isis y Osiris.
[7] . Rambán, Exordio al Génesis.
[8] . Proverbios, cap. 1.
[9] . Eclesiástico, cap. 39.
[10] . Abenephis.

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