Plutarco tiene razón al decir que Harpócrates era emplazado en la entrada de los templos para advertir a los que conocían a estos dioses que no hablaran temerariamente, esto no afecta, pues, al pueblo que tomaba por la letra lo que se contaba de estos dioses y que, en consecuencia, ignoraba de qué se trataba. Los sacerdotes tenían siempre al dios del silencio ante los ojos para recordarles el tener cuidado en divulgar el secreto que les era confiado. Además se les obligaba a ello bajo pena de muerte y se tenía la prudencia de hacer cumplir esta ley. Egipto habría corrido grandes peligros si las otras naciones hubieran sido informadas con certitud que los sacerdotes egipcios poseían el secreto de hacer oro y de curar todas las enfermedades que afligen al cuerpo humano. Hubieran tenido que sostener muchas guerras sangrientas. La paz jamás hubiera hecho sentir allí sus dulzuras. Los mismos sacerdotes habrían sido expuestos a perder la vida por parte de los reyes divulgando el secreto y por parte de aquellos de entre el pueblo a los que hubieran rehusado decírselo, cuando se les hubiera presionado a hacerlo. Además se sufrirían las consecuencias de una tal revelación por parte de quienes se volvieran extremadamente impertinentes para el estado mismo.
Sólo habría subordinación en la mayor parte de la sociedad y todo el orden habría sido trastornado. Estas razones bien reflejadas en todos los tiempos han hecho tan gran impresión en los filósofos herméticos que todos los antiguos no han querido declarar lo que era objeto de sus alegorías y de las fábulas que inventaban. Tenemos aún una gran cantidad de obras donde la gran obra es descrita enigmáticamente o alegóricamente, estas obras están entre las manos de todo el mundo, y sólo los filósofos herméticos leen en el sentido del autor, mientras que los otros no lo descubren y ni siquiera lo suponen. De ahí que los sumerios hayan agotado su erudición para hacer comentarios que no satisfacen en nada a la gente sensata, porque sienten que todos los sentidos que se les presentan son forzados. Es preciso juzgar lo mismo de casi todos los autores antiguos que nos hablan del culto de los dioses de Egipto.
Sólo hablan para el pueblo que no estaba en el caso. Incluso Herodoto y Diodoro de Sicilia que habían interrogado a los sacerdotes y que hablan de sus respuestas, no nos dan ninguna aclaración. Los sacerdotes les daban el cambio, como lo dieron al pueblo; así mismo se cuenta cómo un sacerdote egipcio, llamado León, actuó de esta manera con Alejandro, que quería que se le explicara la religión de Egipto. Él respondió que los dioses que el pueblo adoraba sólo eran antiguos reyes de Egipto, hombres mortales como los otros hombres. Alejandro lo creyó tal como se le había dicho y mandó, se dice, a su madre Limpia recomendándole echar su letra al fuego, a fin de que el pueblo de Gracia, que adoraba a los mismos dioses, no fuera instruido y que el miedo que se le había inculcado respecto a estos dioses lo retuviera en el orden y la subordinación.
Los que habían hecho las leyes para la sucesión al trono habían tenido, por todas las razones que hemos deducido, la sabia precaución de evitar todos estos desórdenes ordenando que los reyes fueran tomados de entre el número de los sacerdotes, que sólo comunicaban este secreto a aquellos de sus hijos y a otros sacerdotes como ellos que fueran juzgados dignos tras una larga prueba. Esto es lo que les hizo empeñarse en prohibir la entrada en Egipto a los extranjeros durante tiempo o a obligarles, mediante afrentas con peligro de sus vidas, a salir de allí cuando habían entrado. Psamético fue el primer rey que permitió el comercio de sus súbditos con los extranjeros y desde aquel momento algunos griegos, deseosos de instruirse, se trasladaron a Egipto, donde tras las pruebas requeridas fueron iniciados en los misterios de Isis y los llevaron a su patria bajo la sombra de las fábulas y las alegorías imitando a las de los egipcios. Es lo que hicieron también algunos sacerdotes de Egipto, que a la cabeza de muchas colonias fueron a establecerse fuera de su país, pero todos guardaban escrupulosamente el secreto que se les había confiado y, sin cambiar el objeto variaban las historias bajo las cuales lo envolvían. De ahí han venido todas las fábulas de Grecia y las de otros, como lo veremos en los siguientes libros.
El secreto[1] fue siempre el atributo del sabio y Salomón nos enseña que no se debe revelar la sabiduría a los que pueden hacer un mal uso de ella o que no son capaces de guardarlo con prudencia y discreción.[2] Es por lo que los antiguos hablaron mediante enigmas, parábolas, símbolos, jeroglíficos, etc., a fin de que sólo los sabios extrajeran y comprendieran alguna cosa.
[1] . Véase esta Virgen Harpocrática de Louis Cattiaux en el contexto de la obra de este autor, Física y Metafísica de la Pintura, Arola Editors, Tarragona 1998, p. 132. N. del T.[2] . Los sabios guardan la sabiduría. Proverbios, 10, 14. El hombre cuerdo encubre su saber. Ibid. 12, 23. Trata tu causa con tu compañero y no descubras el secreto a otro. Ibid. 25, 9. El que anda en chismes descubre el secreto. Ibid. 20, 19. Gloria de Dios es encubrir un asunto, pero honra del rey es escudriñarlo. Ibid. 25, 2.
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