La filosofía considerada en general ha nacido con el mundo, porque desde todos los tiempos el hombre ha pensado, reflexionado y meditado; desde todos los tiempos el gran espectáculo del Universo le ha ocasionado admiración y ha despertado su curiosidad natural. Pero por más admirable y por más sorprendente que haya sido para él el espectáculo del Universo, por más ventajas que haya creído poder sacar de la sociedad, todas estas cosas no estaban en él.
Al reflexionar sobre sí mismo debió sentir que la conservación de su propio
ser no era un objetivo menos interesante y pensó que se estaba olvidando de ello, por no ocuparse de aquel que era su Autor. No necesitó meditar mucho para concebir y convencerse de que el principio que constituye su cuerpo y que lo alimenta era también el que debía de conservarle en su manera de ser. El apetito natural de los alimentos así se lo indicaba; sin embargo se dio cuenta de que estos alimentos eran tan perecederos como él, a causa de la mezcla de las partes heterogéneas que los constituían, llevando en su interior un principio de muerte junto al principio de vida. Fue preciso, pues, razonar sobre los seres del Universo, meditar largo tiempo para descubrir este fruto de vida, capaz de conducir al hombre casi a la inmortalidad.
No era suficiente haber conocido este tesoro a través de la envoltura que lo cubre y lo oculta a los ojos del común. Para hacer de este fruto el uso que se proponía era indispensable desembarazarlo de su corteza y tenerlo en toda su pureza primitiva. Siguió a la naturaleza de cerca, espió los procesos que emplea en la formación de los individuos y en su destrucción. No solamente conoció que este fruto de vida era la base de todas las generaciones, sino que todo se resolvía finalmente en sus propios principios. Se propuso, pues, imitar a la naturaleza, y bajo tal guía ¿era posible no salir airoso?
¿Se puede dudar que el deseo de encontrar un remedio a todos los males que afligen a la humanidad y de extender, si es posible, los límites prescritos en la duración de la vida, haya sido el primer objetivo de las ardientes búsquedas de los hombres y haya formado los primeros filósofos? Su descubrimiento debió de sorprender infinitamente al buscador y le hizo rendir grandes acciones de gracias a la Divinidad por un favor tan notable. Pero al mismo tiempo debió de pensar que Dios no había dado este conocimiento a todos los hombres, sin duda no quería que
fuera divulgado.
Hermes Trismegisto, o tres veces grande, el primero de todos los filósofos conocidos con distinción, lo comunicó solamente a gentes de élite, a personas que él había probado en su prudencia y discreción. Estos hicieron partícipes a otros del mismo temple y este conocimiento se extendió por todo el Universo. Los druidas entre los galos, los gimnosofistas en las Indias, los magos en Persia, los caldeos en Asiria, Homero, Tales, Orfeo, Pitágoras y muchos otros filósofos de Grecia, tenían conformidad de principios y un conocimiento casi idéntico de los más raros secretos de la naturaleza. Pero este conocimiento privilegiado permanece siempre encerrado en un círculo muy estrecho de personas y se comunica al resto del mundo sólo como rayos de esa fuente de abundante luz.
Una vez conocido este agente, base de la naturaleza, se empleó siguiendo las circunstancias de los tiempos y la exigencia de los sucesos. Los metales y las piedras preciosas entraron en disposición de la sociedad, unos por necesidad y otros por comodidad y atractivo. Pero como estas últimas adquirieron un precio por su belleza y su esplendor y se volvieron preciosas por su rareza, hicieron uso de sus conocimientos filosóficos para multiplicarlas. Se transmutaron los metales imperfectos en oro y plata, se fabricaron piedras preciosas y se guardó el secreto de estas transmutaciones con el mismo escrúpulo que el de la panacea universal, porque no se podía desvelar a uno sin darlo a conocer a otro, y se presentía perfectamente que de su divulgación resultarían infinitos inconvenientes para la sociedad.
Pero ¿cómo podían comunicarse de edad en edad estos admirables secretos y al mismo tiempo mantenerlos ocultos al público? Hacerlo sólo mediante tradición oral hubiera sido arriesgarse a que se extinguiera incluso su recuerdo; la memoria es muy frágil como para fiarse de ella. Las tradiciones de esta especie se oscurecen a medida que se alejan de su fuente, hasta el punto que es imposible desembrollar el caos tenebroso donde el objeto y la materia de estas tradiciones se encuentran sepultados.
Confiar estos secretos en tablillas, en lenguas y en caracteres familiares era exponerse a verlos publicados, podían haberlos perdido por negligencia, o por indiscreción podrían haberlos robado.
No había, pues, otro recurso que el de los jeroglíficos, los símbolos, las alegorías, las fábulas, etc., que siendo susceptibles de muchas diferentes explicaciones podían servir para disimularlo instruyendo a unos mientras que los otros permanecían en la ignorancia. Es el partido que tomó Hermes y tras él todos los filósofos herméticos del mundo. Ellos recreaban al pueblo con estas fábulas –dice Orígenes– y estas fábulas, con los nombres de los dioses del país, servían de velo a su filosofía.
Estos jeroglíficos y estas fábulas, presentaban a los filósofos y a aquellos que instruían para ser iniciados en sus misterios, la teoría de su arte sacerdotal y diversas ramas de la filosofía, que los griegos sacaron de los egipcios. Los usos, los modos, los caracteres, incluso algunas veces la manera de pensar, varían según el país. Los filósofos de las Indias y los de Europa inventaron jeroglíficos y fábulas fantasiosas, pero siempre con el mismo objetivo. Con el paso del tiempo se escribió sobre esta materia, pero en un sistema tan enigmático que estas obras, aunque compuestas en lenguas conocidas, se volvieron tan ininteligibles como los mismos jeroglíficos. El afecto que produce recordar las antiguas fábulas ayuda a descubrir el objeto, y es lo que me ha empujado a explicarlas, según sus principios. En sus libros se encuentran suficientemente desarrolladas, pero se han de estudiar con una pertinaz atención y con el suficiente coraje como para tomarse la molestia de combinarlas y relacionarlas unas con otras.
Indican la materia de su arte sólo mediante sus propiedades, jamás por el nombre propio por el que es conocida. En cuanto a las operaciones requeridas para trabajarla filosóficamente, las han ocultado bajo el sello de un secreto impenetrable; pero no han hecho un misterio de los colores o signos demostrativos que se suceden en el curso de las operaciones. Es lo que particularmente les ha proporcionado el tema a imaginar y a figurar los personajes, los dioses y los héroes de la fábula, así como las acciones que se les atribuye.
Se pregunta si la filosofía hermética es una ciencia, un arte o un puro invento de la razón. El prejuicio tiende a hacer pensar esto último; pero el prejuicio no sirve de prueba. El lector, tras la lectura reflexiva de este tratado, decidirá como bien le parezca. Se puede arriesgar, y sin vergüenza, a equivocarse como tantos sabios que, en todos los tiempos, han combatido este prejuicio. Más bien habría de enrojecer el que combate con desprecio la filosofía hermética, sin conocerla y sin admitir la posibilidad de su existencia. La cual está fundamentada sobre la razón y las pruebas aportadas por un gran número de autores, cuya buena fe no tiene nada de sospechosa.
Orfeo, Homero y los más antiguos autores hablan de una medicina que cura todos los males; hacen mención de ello de una manera tan positiva que no dejan ninguna duda sobre su existencia. Esta idea se ha perpetuado hasta nosotros; las circunstancias de las fábulas se combinan y se ajustan con los colores y las operaciones de las que hablan los filósofos; de esta manera se explican más verosímilmente que con ningún otro sistema.
Una vez conocido este agente, base de la naturaleza, se empleó siguiendo las circunstancias de los tiempos y la exigencia de los sucesos. Los metales y las piedras preciosas entraron en disposición de la sociedad, unos por necesidad y otros por comodidad y atractivo. Pero como estas últimas adquirieron un precio por su belleza y su esplendor y se volvieron preciosas por su rareza, hicieron uso de sus conocimientos filosóficos para multiplicarlas. Se transmutaron los metales imperfectos en oro y plata, se fabricaron piedras preciosas y se guardó el secreto de estas transmutaciones con el mismo escrúpulo que el de la panacea universal, porque no se podía desvelar a uno sin darlo a conocer a otro, y se presentía perfectamente que de su divulgación resultarían infinitos inconvenientes para la sociedad.
Pero ¿cómo podían comunicarse de edad en edad estos admirables secretos y al mismo tiempo mantenerlos ocultos al público? Hacerlo sólo mediante tradición oral hubiera sido arriesgarse a que se extinguiera incluso su recuerdo; la memoria es muy frágil como para fiarse de ella. Las tradiciones de esta especie se oscurecen a medida que se alejan de su fuente, hasta el punto que es imposible desembrollar el caos tenebroso donde el objeto y la materia de estas tradiciones se encuentran sepultados.
Confiar estos secretos en tablillas, en lenguas y en caracteres familiares era exponerse a verlos publicados, podían haberlos perdido por negligencia, o por indiscreción podrían haberlos robado.
No había, pues, otro recurso que el de los jeroglíficos, los símbolos, las alegorías, las fábulas, etc., que siendo susceptibles de muchas diferentes explicaciones podían servir para disimularlo instruyendo a unos mientras que los otros permanecían en la ignorancia. Es el partido que tomó Hermes y tras él todos los filósofos herméticos del mundo. Ellos recreaban al pueblo con estas fábulas –dice Orígenes– y estas fábulas, con los nombres de los dioses del país, servían de velo a su filosofía.
Estos jeroglíficos y estas fábulas, presentaban a los filósofos y a aquellos que instruían para ser iniciados en sus misterios, la teoría de su arte sacerdotal y diversas ramas de la filosofía, que los griegos sacaron de los egipcios. Los usos, los modos, los caracteres, incluso algunas veces la manera de pensar, varían según el país. Los filósofos de las Indias y los de Europa inventaron jeroglíficos y fábulas fantasiosas, pero siempre con el mismo objetivo. Con el paso del tiempo se escribió sobre esta materia, pero en un sistema tan enigmático que estas obras, aunque compuestas en lenguas conocidas, se volvieron tan ininteligibles como los mismos jeroglíficos. El afecto que produce recordar las antiguas fábulas ayuda a descubrir el objeto, y es lo que me ha empujado a explicarlas, según sus principios. En sus libros se encuentran suficientemente desarrolladas, pero se han de estudiar con una pertinaz atención y con el suficiente coraje como para tomarse la molestia de combinarlas y relacionarlas unas con otras.
Indican la materia de su arte sólo mediante sus propiedades, jamás por el nombre propio por el que es conocida. En cuanto a las operaciones requeridas para trabajarla filosóficamente, las han ocultado bajo el sello de un secreto impenetrable; pero no han hecho un misterio de los colores o signos demostrativos que se suceden en el curso de las operaciones. Es lo que particularmente les ha proporcionado el tema a imaginar y a figurar los personajes, los dioses y los héroes de la fábula, así como las acciones que se les atribuye.
Se pregunta si la filosofía hermética es una ciencia, un arte o un puro invento de la razón. El prejuicio tiende a hacer pensar esto último; pero el prejuicio no sirve de prueba. El lector, tras la lectura reflexiva de este tratado, decidirá como bien le parezca. Se puede arriesgar, y sin vergüenza, a equivocarse como tantos sabios que, en todos los tiempos, han combatido este prejuicio. Más bien habría de enrojecer el que combate con desprecio la filosofía hermética, sin conocerla y sin admitir la posibilidad de su existencia. La cual está fundamentada sobre la razón y las pruebas aportadas por un gran número de autores, cuya buena fe no tiene nada de sospechosa.
Orfeo, Homero y los más antiguos autores hablan de una medicina que cura todos los males; hacen mención de ello de una manera tan positiva que no dejan ninguna duda sobre su existencia. Esta idea se ha perpetuado hasta nosotros; las circunstancias de las fábulas se combinan y se ajustan con los colores y las operaciones de las que hablan los filósofos; de esta manera se explican más verosímilmente que con ningún otro sistema.
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