Los filósofos herméticos insisten casi siempre en señalar en sus obras la diferencia de estos dos artes. Pero la señal más infalible por la cual se puede distinguir un adepto de un quimista, es que el adepto, según lo que dicen todos los filósofos, no toma más que una sola cosa, o máximo dos de la misma naturaleza, un solo vaso o dos a lo más y un solo horno para conducir la obra a su perfección; el quimista, al contrario, trabaja sobre toda clase de materias indiferentemente.
Si esta obra consigue hacer la suficiente impresión sobre los espíritus como para persuadirlos de la posibilidad y de la realidad de la filosofía hermética, Dios quiera que también sirva para desengañar a los que tienen la manía de dispensar sus bienes en soplar el carbón, en levantar hornos, en calcinar, en sublimar, en destilar, finalmente en reducirlo todo a nada, es decir, en ceniza y humo. Los adeptos no corren para nada detrás del oro y la plata. Morien da una gran prueba de ello al rey Calid. Éste habiendo encontrado muchos libros que trataban de la ciencia hermética y no pudiendo comprender nada, hizo publicar que daría una gran recompensa a aquel que se la explicara.[1] El atractivo de esta recompensa atrajo allí a un gran número de sopladores. Morien, el ermitaño salió entonces de su desierto, movido no por la recompensa prometida sino por el deseo de manifestar el poder de Dios y cuánto hay de admirable en sus obras. Fue a encontrar al rey Calid y pidió, como los otros, un lugar propio para trabajar, a fin de probar por sus obras la verdad de sus palabras. Cuando terminó Morien sus operaciones, dejó la piedra perfecta en un vaso, alrededor del cual escribió: Aquellos que tienen todo lo que les hace falta no necesitan ni recompensa ni ayuda de otro. Desalojó enseguida el lugar sin decir palabra y volvió a su soledad. Calid, al encontrar el vaso y su escritura, comprendió lo que significaba y tras haber hecho la prueba del polvo, echó o hizo morir a todos aquellos que habían querido engañarle.
Los filósofos dicen, con razón, que esta piedra es como el centro y la fuente de las virtudes, puesto que los que la poseen desprecian todas las vanidades del mundo, la vana gloria, la ambición y no hacen más caso del oro que de la arena y del vil polvo[2] y la plata es para ellos como el barro. Sólo la sabiduría hace impresión sobre ellos, la envidia, los celos y las otras pasiones tumultuosas no excitan ninguna tempestad en su corazón, no tienen otro deseo que vivir según Dios, otra satisfacción que volverse útiles al prójimo, en secreto, y penetrar poco a poco en el interior de los secretos de la naturaleza.
La filosofía hermética es, pues, la escuela de la piedad y de la religión. Aquellos a quien Dios acuerda el conocimiento eran ya piadosos o se volvían.[3] Todos los filósofos empiezan sus obras por exigir de aquellos que las leen, con el deseo de penetrar en el santuario de la naturaleza, un corazón recto y un espíritu temeroso de Dios: el principio de la sabiduría es el temor del Señor,[4] un carácter compasivo, para socorrer a los pobres, una humildad profunda y un deseo formal de hacerlo todo para la gloria del Creador, que oculta sus secretos a los soberbios y a los falsos sabios del mundo, para manifestarlos a los humildes.[5]
[1] . Morien, Conversación con el Rey Calid.
[2] . Sabiduría, cap. 7.
[3] . Flamel, Las Figuras Jeroglíficas.
[4] . Proverbios, 1, 7.
[5] . Mateo, 11, 25.
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