Al tomar tierra en Cumas,[1] Eneas dirigió sus pasos hacia el templo de Apolo y hacia el antro de la horrorosa sibila, que este dios inspira y a través de la cual descubre el porvenir. La entrada de este templo estaba decorada con una representación de los sucesos de Dédalo, llevando las alas que había fabricado y que después consagró a Apolo, en honor del cual había edificado este templo. También se veía allí el laberinto que Dédalo construyó en Creta, para encerrar al Minotauro, las penas y los trabajos que se han de experimentar para vencer a este monstruo y para salir de este laberinto una vez que se ha penetrado allí, teniendo el hilo que Ariadna dio a Teseo con esa intención.[2] Estas representaciones impresionaron a Eneas y se detuvo a contemplarlas, pero la sacerdotisa le dijo que el tiempo no le permitía entretenerse. Se vuelve, pues, al antro donde la sibila daba sus oráculos, y a penas hubo llegado la vio arrebatada por el furor que tenía costumbre de agitarla en estas circunstancias. Los troyanos que acompañaban a Eneas fueron presos de terror. Eneas mismo tembló ante este aspecto y dirigió su ruego a Apolo desde lo mejor de su corazón. Le recordó la protección tan particular con la que siempre favoreció a los troyanos y le rogó insistentemente que la continuara
Le prometió levantar dos templos de mármol en reconocimiento, uno en su honor y otro en el de Diana,[3] cuando se estableciera en Italia con sus compañeros de viaje. Así mismo se propuso instituir las fiestas de Febo y hacer que se celebraran con toda la magnificencia posible. Después dirigió su palabra a la sacerdotisa y le rogó que no pusiera sus oráculos sobre hojas voladoras, temiendo que el viento las dispersara y no las pudiera recoger. Al fin habló la sibila y predijo a Eneas todas las dificultades que encontraría y los obstáculos que tendría que superar, tanto en su viaje, como en su establecimiento en Italia.[4] Pero ella lo exhortó a que no perdiera el coraje y que aprovechara la ocasión para llevar adelante su empeño con más vigor. Sin embargo sus oráculos[5] estaban llenos de ambigüedades, de equívocos y no era fácil entenderlos, pues envolvía la verdad con un velo oscuro y casi impenetrable.[6]
[1] . Virgilio, Enéida, lib. 6, vers. 2 y ss.
[2] . Las decoraciones de este templo son considerables, y no es sorprendente que hayan atraído la atención de Eneas. Un artista no tendría que reflexionar demasiado sobre una empresa tal como la de la gran obra, a fin de poder venir al punto de tomar, como Zachaire (en su Opúsculo) una última resolución que no encuentre ninguna contradicción en los autores. No solamente las operaciones y el régimen son un verdadero laberinto, de donde es muy difícil salirse, sino que las obras de los filósofos configuran uno aún más embarazoso. La gran obra es muy fácil, si se cree a los autores que tratan de ello, todos lo dicen, y algunos incluso aseguran que sólo es un divertimento de mujeres y un juego de niños; pero el Cosmopolita hace observar que cuando dicen que es fácil, se ha de entender para aquellos que la conocen. Otros han asegurado que esta facilidad sólo considera las operaciones que siguen a la preparación del mercurio. Espagnet es de este pensamiento, puesto que en su canon 42 dice: Se precisa un trabajo de Hércules para la sublimación del mercurio, o su primera preparación; pues sin Alcides, Jasón no hubiera emprendido nunca la conquista del Toisón de oro. Ya he explicado la fábula del Minotauro y de Teseo. Se puede recurrir a ella.
[3] . Apolo y Diana eran los dos principales dioses de la filosofía hermética, es decir, la materia fijada al blanco y al rojo, con razón Eneas se dirigía a ellos y les prometía levantar dos templos. El mármol, por su dureza, indica la fijeza de la materia, y el establecimiento de Eneas en Italia designa el término de los trabajos del artista, o el fin de la obra.
[4] . Las dificultades que se encontraron para llegar a este establecimiento no son pequeñas, ya que muchos lo intentan y lo han intentado sin tener éxito. Lo podemos juz
gar por lo que dice Pontano (Epístola sobre el fuego), que ha errado más de doscientas veces y que ha trabajado durante largo tiempo sobre la verdadera materia sin tener éxito, porque ignoraba el fuego requerido. Se puede ver la enumeración de estas dificultades en el tratado que ha hecho Thibault de Hogelande.
[5] . Esta manera de explicarse mediante términos ambiguos y equívocos es precisamente la de todos los filósofos. No hay ni uno que no la haya empleado, es lo que hace a esta ciencia tan difícil y casi imposible de aprender en las obras que tratan de ella. Escuchemos a Espagnet sobre eso (canon 9): Que aquel que ama la verdad y que desea aprender esta ciencia escoja a pocos autores, pero señalados como buenos. Que tenga como sospechoso todo lo que le parezca fácil de entender, particularmente en los nombres misteriosos de las cosas y en el secreto de las operaciones. La verdad está oculta bajo un velo muy obscuro; los filósofos jamás dicen más verdad que cuando hablan obscuramente. Siempre hay artificio y una especie de superchería en los lugares donde parecen hablar con más ingenuidad. También dice en el canon 15: Los filósofos tienen la costumbre de expresarse mediante términos ambiguos y equívocos, así mismo a menudo parecen contradecirse. Si explican sus misterios de esta manera no es por el deseo de alterar o de destruir la verdad, sino a fin de ocultarla bajo estos rodeos y de volverla menos sensible. Es por esto que sus escritos están llenos de términos sinónimos y homónimos que pueden despistar. También se explican mediante figuras jeroglíficas y llenas de enigmas, y mediante fábulas y símbolos. Es suficiente leer a algunos de estos autores para reconocer este lenguaje. En cuanto a las fábulas de Orfeo, de Teseo y Helena, las hemos explicado en los libros precedentes.
[6] . Virgilio, Enéida, lib. 6, vers. 98.
[5] . Esta manera de explicarse mediante términos ambiguos y equívocos es precisamente la de todos los filósofos. No hay ni uno que no la haya empleado, es lo que hace a esta ciencia tan difícil y casi imposible de aprender en las obras que tratan de ella. Escuchemos a Espagnet sobre eso (canon 9): Que aquel que ama la verdad y que desea aprender esta ciencia escoja a pocos autores, pero señalados como buenos. Que tenga como sospechoso todo lo que le parezca fácil de entender, particularmente en los nombres misteriosos de las cosas y en el secreto de las operaciones. La verdad está oculta bajo un velo muy obscuro; los filósofos jamás dicen más verdad que cuando hablan obscuramente. Siempre hay artificio y una especie de superchería en los lugares donde parecen hablar con más ingenuidad. También dice en el canon 15: Los filósofos tienen la costumbre de expresarse mediante términos ambiguos y equívocos, así mismo a menudo parecen contradecirse. Si explican sus misterios de esta manera no es por el deseo de alterar o de destruir la verdad, sino a fin de ocultarla bajo estos rodeos y de volverla menos sensible. Es por esto que sus escritos están llenos de términos sinónimos y homónimos que pueden despistar. También se explican mediante figuras jeroglíficas y llenas de enigmas, y mediante fábulas y símbolos. Es suficiente leer a algunos de estos autores para reconocer este lenguaje. En cuanto a las fábulas de Orfeo, de Teseo y Helena, las hemos explicado en los libros precedentes.
[6] . Virgilio, Enéida, lib. 6, vers. 98.
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