jueves, abril 19, 2007

La Musa o Amusa

Algunos botánicos y muchos historiadores lo han calificado de árbol aunque esté sin ramas. Normalmente su tronco es grueso como el muslo de un hombre, esponjoso y cubierto de muchas cortezas u hojas escamosas, acostadas unas sobre otras; sus hojas son largas, obtusas y su longitud sobrepasa algunas veces los siete codos.[1] Están afirmadas por una costilla gruesa y larga que reina en medio de ellas a todo lo largo, de la cima del tallo nacen flores rojas o amarillentas. Lo frutos que producen son de un gusto agradable y se parecen mucho a un pepino dorado. Su raíz es larga y gruesa, negra por fuera, carnosa y blanca por dentro. Cuando se hacen incisiones en esta raíz sale un jugo blanco que enseguida se vuelve rojo.
Mahudel, así como muchos anticuarios, sólo vieron en esta planta su belleza como motivo capaz de determinar a los egipcios a consagrarla a las divinidades locales de la comarca, donde crecía con mucha abundancia, pero puesto que la empleaban en los jeroglíficos, sin duda se unía allí a alguna idea particular que estaba señalada en esta planta por alguna relación con estas divinidades.
Las plumas de Osiris, las de los sacerdotes y las de Isis, donde estas hojas se encuentran algunas veces, el fruto cortado que se deja ver entre las dos hojas que forman el penacho, en fin, Isis presentando el tallo florecido de esta planta a su esposo, son las cosas que la tabla Isíaca nos pone más de una vez ante los ojos, ¿se creerá que solamente la belleza de esta planta sea el motivo? ¿no es más natural pensar que un pueblo tan misterioso lo haga con alguna intención? Podría, pues, estar allí el misterio oculto debajo, y en efecto, allí se encontraba, pero se trata de un misterio fácil de desvelar para aquel que tras haber hecho algunas reflexiones sobre lo que hemos dicho, verá en la descripción de esta planta los cuatro colores principales de la gran obra.
El negro se encuentra en la raíz, así como el color negro es la raíz, la base o la llave de la obra; si se le levanta esta corteza negra se descubre el blanco, la pulpa del fruto es también de este último color; las flores que Isis presenta a Osiris son amarillas y rojas y la mondadura del fruto es dorada. La Luna de los filósofos es la materia venida al blanco; el color amarillo azafranado y el rojo que suceden al blanco son el Sol o el Osiris del arte; se tiene razón, pues, en representar a Isis en la postura de una persona que ofrece una flor roja a Osiris. Se puede finalmente observar que los atributos de Osiris participan todos o en parte del color rojo o del amarillo o del azafranado y los de Isis, del negro y del blanco tomados separadamente, o mezclados, porque los monumentos egipcios nos representan estas divinidades siguiendo los diferentes estados en que se encuentra la materia de la obra durante el curso de las operaciones.
Se puede encontrar a Osiris de todos los colores, pero entonces es preciso poner atención a los atributos que le acompañan. Si el autor del monumento estaba en el caso de los misterios de Egipto y quería representar a Osiris en su gloria, los atributos serán rojos o al menos azafranados, en su expedición a las Indias, serán variados y de diferentes colores, lo que estaba indicado por los tigres y los leopardos que acompañaban a Baco, en Etiopía o muerte, los colores serán negros o violetas, pero jamás se encontrarán mezclados en el blanco, así como no se verá jamás ningún atributo de Isis puramente rojo. Sería de desear cuando se encuentra algún monumento coloreado que se recomendara al grabador de blasones todo lo que está representado, o que aquel que da la descripción al público tenga la atención de designar exactamente los colores tal cual. No sería menos a propósito el obligar a los grabadores a representar los monumentos tal como son y no dejarles la libertad de cambiar las proposiciones y las actitudes de las figuras bajo el pretexto de suplir la ignorancia de los antiguos artistas y de dar una forma más graciosa a estas figuras. La exactitud tiene una muy gran consecuencia, particularmente respecto a los atributos. Una obra sobre los antiguos, puesta al día después de unos pocos años me obliga a hacer esta observación.
Los griegos y los romanos que observaban como bárbaro todo lo que no había nacido en Roma o en Atenas, exceptuaron a los egipcios de una imputación tan injusta, y sus mejores autores, lejos de imitar a Juvenal, Virgilio, Marcial y sobre todo a Lucio, que desplegaban las burlas más finas contra las supersticiones de los egipcios, están llenos de elogios que dan a su cortesía y a su saber.
Entendían que fueron sus grandes hombres los que habían puesto todos estos bellos conocimientos que adornaron sus obras. Si no se puede justificar absolutamente al pueblo de Egipto sobre la oscuridad y el ridículo del culto que rendía a los animales, no atribuyamos a los sacerdotes y a los sabios de aquel país esos excesos, pues su sabiduría y sus conocimientos los volvían incapaces de ello. Las tradiciones se oscurecen algunas veces a medida que se alejan de su fuente. Los jeroglíficos tan multiplicados pueden, en el curso de los tiempos, haber sido interpretados por las gentes poco o nada instruidos en su verdadero significado. Los autores que han bebido en esta fuente impura sólo han podido transmitirla de la manera que ellos la han recibido o quizás más desfigurada aún. Así mismo parece que Herodoto, Diodoro de Sicilia, Plutarco y algunos otros buscan excusar a los egipcios del culto que rendían a los animales, aportando razones verosímiles. Dicen que adoraban en estos animales la divinidad cuyos atributos se manifestaban en cada animal, como el Sol en una gota de agua que es tocada por sus rayos.[2] Es cierto además, que todo culto no es un culto religioso y aún menos una verdadera adoración y todo lo que está emplazado en los templos para ser objeto de veneración pública, no está en el rango de los dioses. Los historiadores, pues, han podido equivocarse en el relato que han hecho de los dioses de Egipto y así mismo en cuanto a lo que consideraba el culto del pueblo, y con más razón en lo que concernía a los sacerdotes y los filósofos, de los que ignoraban los misterios.
La escritura simbólica conocida bajo el nombre de jeroglíficos no era contraria al deseo que los egipcios tenían en trabajar para la posteridad. Estos jeroglíficos fueron un misterio en el tiempo mismo de su institución como lo son aún y lo serán siempre para los que buscan explicarlas por otros medios que los que propongo. El deseo de sus institutores no era volver el conocimiento público grabándolos sobre sus monumentos para conservarlos para la posteridad, han actuado como los filósofos herméticos, que escriben de alguna manera para ser entendidos por los que están en el caso de su ciencia o para darles algunos trazos de luces absorbidas, por así decirlo, en una oscuridad tan grande que los ojos más clarividentes sólo son sorprendidos tras largas búsquedas y profundas meditaciones.

La mayor parte de las antigüedades egipcias, por su naturaleza, no nos pueden deleitar y esclarecernos perfectamente. Todas las explicaciones que se querrá dar para acercarlas a la historia se reducirán a conjeturas, porque todo es afectado por el misterio que reinaba en este país y que, para fundar sus razonamientos sobre el encadenamiento de los hechos, se encuentra que el primer año de la cadena que los liga desemboca en las fábulas. Es pues a estas fábulas que se ha de recurrir, y observándolas como tales, hacer el esfuerzo para penetrar el verdadero significado. Cuando se encuentra un sistema que las desarrolla naturalmente es preciso tomarlo como guía. Todos los que han seguido el sistema histórico hasta aquí son reconocidos insuficientes por todos los autores que han escrito sobre las antigüedades. A cada paso se encuentran obstáculos que no se pueden superar. No son pues, los verdaderos hilos de Ariadna que nos servirán para sacarnos de este laberinto, en consecuencia es preciso abandonarlos.
Dirigiéndose a los principales autores de la filosofía hermética y estudiándolos tanto como para ponerse en estado de hacer justas aplicaciones, hay pocos jeroglíficos que no se puedan explicar. No serían admitidos como hechos históricos aquellos que son puramente fabulosos y no se rechazarían de estos hechos la circunstancias que los caracterizan particularmente, bajo pretexto de que han sido añadidos para embellecer la narración y aumentar lo maravilloso. Este último sistema ha sido seguido por el abad Banier en su mitología, y a pesar de que le haya procurado alguna facilidad, se encuentra a menudo en la fastidiosa necesidad de confesar que le es imposible desembrollar este caos.

[1] . Mem. De l' Acad. Des Inscript. Y Bellas Letras, t. 3.
[2] . Plutarco, Isis y Osiris.

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