viernes, abril 06, 2007

Animales reverenciados en Egipto. El Buey Apis (1)



Todos los historiadores que hablan de Egipto hacen mención del buey sagrado: Añadiremos a lo que hemos dicho del culto rendido a los animales las atenciones y la necesidad que los egipcios tenían por el toro sagrado que ellos llaman Apis. Cuando este buey era muerto[1] y magníficamente inhumado, los sacerdotes encargados para esto, buscaban uno parecido y el luto del pueblo cesaba cuando este toro era encontrado. Los sacerdotes a quienes se confiaba este cuidado conducían al joven animal a la ciudad del Nilo donde lo alimentaban durante cuatro días. Lo introducían seguidamente en un barco cubierto, en el cual se le había preparado un alojamiento de oro y habiéndolo conducido a Menfis con todos los honores dignos de un dios, lo alojaban en el templo de Vulcano. Sólo durante este tiempo era cuando las mujeres tenían permiso de ver al buey y tenían que ponerse de pié ante él de una manera muy indecente.
Este era el único momento en que lo podían ver. Estrabón[2] dice que este buey debía de ser negro, con una sola marca blanca formando una luna creciente en la frente o sobre uno de los lados. Plinio es del mismo pensamiento.[3] Herodoto[4] hablando de Apis, al que los griegos llaman Epafus, dice que debía de haber sido concebido por el trueno, que debía de ser todo negro y tener una señal cuarteada en la frente, la figura de un águila sobre el lomo, la de un escarabajo en el paladar y el pelo doble en la cola.[5] Pomponio Mela está de acuerdo con Herodoto, en cuanto a la concepción de Apis, lo mismo que Elien. Los griegos –dice este último– lo llaman Epafus y pretenden que saca su origen de Io la Argiva, hija de Inaco, pero los egipcios lo niegan y prueban su falsedad asegurando que el Epafus de los griegos vino muchos siglos después que Apis. Los egipcios lo tienen por un gran dios, concebido por una vaca mediante la impresión de un rayo. Se alimentaba este toro durante cuatro años, al cabo de los cuales se le conducía con gran solemnidad a la fuente de los sacerdotes en la que se le hacía ahogar para enterrarlo seguidamente en una magnífica tumba.

Muchos autores hacen mención de soberbios palacios y de magníficos apartamentos que los egipcios construían en Menfis para alojar al toro sagrado. Se tenían los cuidados que los sacerdotes mandaban para su manutención y la veneración que el pueblo tenía por él. Diodoro nos enseña que en su tiempo el culto de este buey estaba aún en vigor y añade que era muy antiguo.
Tenemos una prueba de ello en el becerro de oro que los israelitas fabricaron en el desierto. Este pueblo salió de Egipto y se llevó con él la inclinación a la idolatría egipcia. Esta fue mantenida muchos siglos después de Moisés hasta Diodoro, que vivió, según su propio testimonio en el tiempo de Julio César y fue a Egipto durante el reinado de Ptolomeo Aulete, alrededor del 55 antes del nacimiento de J. C.

Los egipcios de la época del viaje de este autor ignoraban probablemente el verdadero origen del culto que rendían a Apis, puesto que sus pensamientos variaban sobre este asunto. Los unos –dice– piensan que adoran a este buey porque el alma de Osiris, tras su muerte, pasó al cuerpo de este animal y de éste a sus sucesores. Otros cuentan que un cierto Apis recogió los miembros esparcidos de Osiris muerto por Tifón, los puso en un buey de madera, cubierto de piel blanca de buey y que por esta razón se dio a la ciudad el nombre de Busiris. Este historiador aporta los sentimientos del pueblo pero él mismo sabe que[6] los sacerdotes tenían otra tradición secreta, conservada por escrito. Las razones que Diodoro dedujo respecto a los egipcios y del culto que rendían a los animales le han parecido fabulosas incluso a él mismo, y en efecto, son tan poco verosímiles que me creo en el deber de pasarlas en silencio. No es sorprendente que el pueblo y Diodoro no hayan sabido la verdad, puesto que los sacerdotes, obligados al inviolable secreto sobre este asunto se guardaron bien de declararlo.


Estas son las malas razones que han puesto en tan gran ridículo al culto que los egipcios rendían a los animales. Considerados en todos los tiempos como los más sabios, los más avisados los más industriosos de todos los hombres, la fuente misma donde los griegos y las otras naciones sacaron toda su filosofía y su sabiduría ¿cómo habrían caído los egipcios en tan grandes absurdidades? Pitágoras, Demócrito, Platón, Sócrates, etc., sin duda sabían que encerraban algunos misterios que el pueblo ignoraba pero de los que los sacerdotes estaban perfectamente instruidos. Este culto por él mismo era tan pueril que no podía caer en el espíritu de un tan gran hombre como era Hermes Trismegisto, su inventor, si no hubiera tenido los designios ulteriores que juzgó a propósito de manifestar sólo a los sacerdotes, pensando que las instrucciones que se daban además al pueblo para hacerle conocer el verdadero Dios y conservar el culto, bastarían para impedirle caer en la idolatría. ¡Vaya! A pesar de las instrucciones diarias que se les dio da la verdadera religión y del culto religioso que la debía de acompañar ¿cuántos pueblos no introdujeron supersticiones? No creo –dice el abad Banier–[7] que haya habido alguna religión en el mundo que estuviera exenta de este reproche, si se tiene en consideración que las prácticas populares, son a menudo una superstición poco esclarecida.
El secreto confiado a los sacerdotes de Egipto no tenía, pues, como objetivo el culto al verdadero Dios, y el culto a los animales era relativo a este secreto. Intimidados por la pena de muerte y conociendo de más las funestas consecuencias de la divulgación de este secreto, lo guardaban inviolablemente. El pueblo, ignorando las verdaderas causas de este pretendido culto a los animales sólo podía dar de él razones frívolas, conjeturales y fabulosas. Sería preciso que fueran enseñados por aquellos que habían sido iniciados y esos no lo decían. Los historiadores que no estaban entre éstos se encuentran en el mismo caso que Diodoro. Se entrevé solamente a través de las nubes de estas fabulosas tradiciones algunos rasgos de luz que los sacerdotes y los filósofos habían dejado escapar. El mismo Horus-Apolo siguió las ideas populares en la interpretación que ha dado de los jeroglíficos egipcios. No son, pues, las explicaciones que dan estos autores las que se han de mantener, puesto que está claro que al no estar entre el número de los iniciados, los sacerdotes no les desvelaron su secreto. Sólo se ha de examinar el simple relato que hacen de las cosas y ver si hay medio de encontrar una base sobre la cual todo esto pueda rodar, un objeto sobre el cual los animales tomados por ellos mismos y las ceremonias de su pretendido culto puedan relacionarse con todo, al menos a su instrucción primitiva.

[1] . Diodoro, lib. 1, cap. 4.
[2] . Estrabón, Georg. lib. último.
[3] . Plinio, Memphim. lib. 8, cap. 46.
[4] . Herodoto, lib. 3, cap. 28.
[5] . Herodoto, idem.
[6] . Diodoro, lib. I, Rerum Antiq. C. 4.
[7] . Banier, Mitología, t1 p. 512.

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